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Entre las viejas antenas de televisión que ya no reciben ninguna señal han montado un cobertizo a modo de garita, para cuando llueve. Es la mejor azotea del barrio para controlar la autopista de cinco carriles que se extiende en el lado sur, más allá de una fuerte pendiente y las altas rejas de protección. Al otro lado, como si de la orilla opuesta de un río de asfalto inundado de carcasas vacías que un día fueron coches, se erige el complejo hospitalario universitario y, más allá, en un confín inalcanzable a la esperanza, las cuatro torres de oficinas del parque empresarial.
El día amenaza lluvia. Bien entrado el otoño, las jornadas
se acortan y las horas de oscuridad se estiran en proporción. Aun así, la
luminosidad molesta al ojo desnudo y Carlo lleva puestas sus gafas de sol de
ciclista, uno de los pocos recuerdos que conserva de su pasado como prometedor
corredor de bolsa y apasionado de los deportes de riesgo. Saborea el penúltimo
chupachups de su particular cofre del tesoro. El último se lo ha pasado a
Rubio. Rubio tiene doce años, es delgado, avispado y lleva ropa cómoda, sin
objetos que hagan ruido y lo puedan delatar. Chupa ávidamente el caramelo.
Cosas de la edad. Carlo, por su parte, lo paladea como una copa de vino. Cosas
de la edad también. Siempre que puede, se hace con la compañía de Rubio. Es el
mejor mensajero del barrio: corre como nadie, es ágil como una gacela y ya es
un consumado practicante del parcour.
Menos mal de Toni le enseñó antes de morir.
En la lejanía, las cuatro torres acristaladas se erigen como
gigantescas lápidas en recuerdo de la humanidad que se fue. La cima se pierde
entre las nubes. Antes, cuando había energía, era todo un espectáculo ver
brillar sus luces entre la bruma de altura. Ahora son carcasas vacías, como
medio barrio. La mayor parte de las ventanas están rotas y por doquier aparecen
testimonios de antiguos incendios. También quedan lejos en la memoria los días
en que penachos de humo negro se elevaban desde los edificios de la ciudad,
aunque no hayan pasado tantos.
Algo llama la atención de Carlo. ¿Movimiento? Debe de haber
sido una mala jugada de la mente, o quizá un ave haciéndose un nido en alguna
de las plantas del imponente hotel de cinco estrellas del parque empresarial.
Pero, por si las moscas, Carlo se echa a los ojos los prismáticos de bolsillo y
otea el horizonte. Un par de segundos después no puede dar crédito a sus ojos.
—La virgen… —musita.
Rubio alarga el cuello como un reptil que ha percibido una
presa. Mira directamente hacia donde observa Carlo. La fuerza de la costumbre y
la disciplina. Doce años y podría ser un general. Rubio entorna los ojos para
ver mejor. Sí, allí está.
—¿Qué planta dirías que es? —le pregunta Carlo.
—Por lo menos la veinticinco —responde Rubio con un aplomo
que resulta perturbador llegado en voz de crío.
—La virgen —repite Carlo, que desde que llegó a España ha
hecho de esta su expresión favorita. En su Italia natal siempre decía madonna, que viene a ser lo mismo.
Adaptarse o morir.
Lo que ambos han visto es que alguien ha roto una de las
ventanas de seguridad de alguna de las habitaciones del hotel. En el mortal
silencio de la ciudad, los cristales han provocado un estruendo al estrellarse
contra el suelo, decenas de metros más abajo. Lo siguiente es una especie de
cuerda hecha a base de sábanas anudadas asomando por el hueco abierto, como una
serpiente pálida a punto de mudar la piel. Se desenrolla rápidamente y queda a
merced del viento, que la mece como el velamen de un barco fantasma. Y allí
está el responsable. Parece un hombre de barbas pobladas que ha rodeado su
cuerpo con lo que parece la manguera contra incendios del pasillo. Lo que
maravilla a los dos observadores no es tanto la maniobra como el hecho de que
alguien haya sobrevivido tanto tiempo en una de esas torres del infierno, tan
cerca y sin embargo tan lejos. A juzgar por la ropa desgastada, podría tratarse
de un bombero o de un operario, aunque quizá se haya encontrado la chaqueta
reflectante sin más.
Carlo pasa los prismáticos a Rubio, que ha paralizado el
chupachups en su boca, si acaso succionándolo cada poco tiempo para
desentumecer el paladar por el azúcar.
—Joder —dice el explorador—. Se va a tirar.
—Más bien está haciendo rappel. Y no lo hace mal, aunque no
sé yo si la manguera aguantará.
—Por eso habrá echado las sábanas atadas. Por si falla.
El anónimo superviviente parece agitado, y no tardan en
averiguar por qué. Cuando ha descendido apenas un piso, por el hueco de la
ventana hecha añicos aparecen varios pares de manos que agitan los dedos como
parásitos asesinos. Uno asoma la cabeza, mostrando una tenebrosa parodia de ser
humano. Ya no tiene instinto de autoconservación ni más sentido que el ansia
asesina hacia todo ser humano vivo. No necesitan estar allí para saber que está
arañando las superficies con uñas destrozadas, gruñendo en ahogados gorgojos
mientras una saliva putrefacta resbala de sus labios apergaminados. Asoma el
cuerpo sin temor, estirando los brazos hacia la presa que se le escapa
lentamente. Los que hay detrás deben de estar apelotonándose rápidamente,
porque el primero no tarda en caer al vacío, intentando agarrar al
superviviente en la fracción de segundo que lo tiene a tiro antes de
precipitarse más allá. Luego aparecen varias cabezas más. Un tipo delgaducho
con uniforme de botones, una mujer con la melena revuelta que debió de ser
recepcionista y un cocinero con el delantal negro de sangre seca y meses de
arrastrones. Uno tras otro van precipitándose para atrapar al superviviente,
que se afana por alejarse a toda velocidad. Lleva a la espalda un hacha de
incendios con la que pronto se pone a golpear desde fuera una ventana varios
pisos más abajo.
—Tiene que estar desesperado —imagina Carlo—. Ha debido de
aguantar allí arriba todo este tiempo y le ha debido de fallar alguna
barricada. Hasta puede que alguno de los engendros que lo persiguen ahora mismo
sea alguno de sus antiguos compañeros… Amigo, si ni siquiera sabes cómo está la
cosa ahí abajo. Yo en su lugar me dejaba caer y terminaba con mi miseria.
—Hay que ponerse en su lugar —dice Rubio con calma—. Yo no
sé si sería capaz de soltarme.
—Devuelve los
prismáticos a su compañero y se saca el caramelo de la boca. Lo mira un instante,
fastidiado porque mengua más deprisa de lo deseable, y vuelve a colocarlo sobre
la lengua.
—No sé yo…
El superviviente se saca como puede el hacha de lo que
parece una mochila de lona que ha conocido mejores tiempos. La blande
torpemente en el aire y descarga un golpe seco en la superficie acristalada.
Nada.
Mientras los caminantes se agolpan en número creciente en la
ventana de arriba, cada vez más de ellos caen al vacío agitando los brazos en
el aire cual insectos frenéticos. El superviviente no tardará en agotarse, allí
colgado malamente mientras intenta quebrar un cristal de seguridad con un hacha
de dos manos. No parece conseguirlo, pero el ansia por sobrevivir lleva
adrenalina a cada músculo de su cuerpo. Carlo y Rubio sienten lástima por él.
Uno de los caminantes consigue aferrarse a su manga en la
caída y le fuerza a soltar el hacha, a la que no tarda en acompañar a los dos
segundos. El superviviente permanece colgado a peso, contemplando cómo su único
billete a una salvación incierta se estrella contra el suelo pavimentado. No se
ve lo que pasa abajo, pero lo más probable es que muchos de los caminantes se
hayan dejado los sesos en la acera. Pero los golpes secos deben de estar
haciendo mucho ruido, y con toda seguridad los que hubiera deambulando por la
zona se estén congregando a los pies de la torre. Mejor no estar allí.
El tipo se queda inerte durante unos minutos. De vez en
cuando mira a lo alto para comprobar que cada vez asoman más cabezas y los
brazos se estiran como tentáculos, palpando las cristaleras y arañando el aire
frío. Mira a su alrededor, desesperado. Lo intenta a patadas. Luego se empuja
con las piernas y trata de romper el cristal con las botas y la fuerza de su
peso, pero nada. Carlo y Rubio comprueban que deja caer los hombros. Se está
rindiendo.
—Ahora sí que me soltaría —dice Rubio, haciendo crujir el
chupachups entre sus dientes—. Mal negocio.
Carlo lo mira de reojo. Su capacidad de asombro nunca se
agota con el joven mensajero.
El superviviente empiezas a manipular las ataduras que lo
mantienen suspendido. Es como si hubiera oído la sugerencia de Rubio. Pero en
ese mismo instante uno de los caminantes cae justo encima de él, haciendo que
ambos desciendan por lo menos otro piso, pero sin la suerte de que se suelte el
mecanismo para que ambos caigan al vacío. Forcejea a pesar de la sorpresa, pero
Carlo tiene la impresión de que ya es tarde. Un mordisco, un arañazo o un
esputo a los ojos y se acabó.
El superviviente consigue deshacerse del caminante, que cae
solo agitándose como una cucaracha. Carlo entorna los ojos. Cree ver sangre.
Jodido. El tipo intenta soltarse, pero el mal ya circula por sus venas,
acelerado por los nervios y la adrenalina. No controla, está confundido, se
sabe condenado.
O no consigue soltarse o ha abandonado toda intención de
hacerlo. Se queda colgado, quieto como un trozo de carne en un secadero. Si no
ha muerto, sabe que pronto lo estará, y cuando eso ocurra, el público de más
arriba perderá su interés en él.
Rubio juguetea con el palo del caramelo entre los dientes.
Mira de reojo a Carlo y ve que su moflete aún delata la presencia de la
deliciosa bola sabor Coca-Cola.
—¿No te quedan más? —le pregunta.
Carlo se cuelga los prismáticos y lo mira con incredulidad.
—¿Ya?
—Sí, ya.
—Joder, Rubio, eres un puto gumias.
Ambos se quedan sentados, observando las no tan lejanas
torres del parque empresarial. Guardan un momento de silencio por aquel
infeliz, pero la vida sigue. No hay lugar para compadecer a los desconocidos.
Un día más en el paraíso.
Nunca me ha llamado el género de Zombis (no veo la serie, ni juego a juegos de rol de zombis, ni veo las pelis e incluso hasta en las partidas de D&D prefiero a los esqueletos que a los zombis) pero siempre me gusta leer a gente para ver si aprendo.
ResponderEliminarPor el momento, me parece ágil y ameno el relato, habrá que seguir viendo.
Un saludo
¡Gracias! Aunque no creo que aprendas aquí nada que no supieras ya. Me conformo con que sigas pasando un rato ameno.
EliminarUn abrazo ;)
Siempre se aprende algo, aunque sea corroborar que lo que sabes también hay otros que lo saben. :)
EliminarUn abrazo
Yo si soy fan del género zombie. Asi que mientras tenga tiempo y me vaya enterando, seguire leyendo.
ResponderEliminarPor lo pronto me ha gustado el relato. Como bien dices no inventa nada nuevo pero eso tampoco tiene que ser malo.
Se agradece, +Yeray López ;) La verdad es que no me lo he planteado como un ejercicio ambicioso, sino como una excusa para quitarme telarañas. Más que innovar la idea es trasladar sensaciones y, en el caso más ideal, un rato entretenido, de ahí que los relatos sean concisos y de un estilo bastante directo. Vamos, ideales para leerse en el móvil o la tablet durante el descanso en el curro :p
EliminarPara ser una ambientación tan quemada me ha enganchado la originalidad del planteamiento. Saludako!
ResponderEliminarLo jodido va a ser mantener el nivel, ahí está el reto. Espero que siga enganchándote y no dejes de leer ;)
EliminarNo esta nada mal el planteamiento.... veremos lo importante más adelante... si son zombies o infectados!!
ResponderEliminarCreo que no lo sé ni yo, pero voy ajustando sobre la marcha. En 1x01 hay una pista sobre su comportamiento.
EliminarComo gran aficionado a los zombies (en cine, televisión, literatura y juegos) debo decir que me ha gustado mucho, ya he añadido el blog a mi feedly para no perderme ni un post ;)
ResponderEliminar¡Vaya! No sabes cuánto me alegra que haya sido del agrado de todo un fan del género. Espero estar a la altura ^^
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