Para llegar al acceso más cercano hay que cruzar la avenida
esquivando coches y obstáculos y bajar una pendiente amplia donde apenas hay
nada con lo que cubrirse.
—¿De verdad no sería mejor por el parking? —pregunta Hosni
con la mandíbula apretada. No le convence
el trayecto hasta la puerta de entrada.
—Aquello va a estar demasiado oscuro. Si hay pellejos y nos
despistamos, la cagamos. No me arriesgo —declara Emilio, rascándose la barba.
Siempre lo hace cuando está nervioso.
—Me parece justo —dice Carlo, quitándose la mochila y todo
lo que pueda impedirle una carrera limpia—. Yo me adelanto hasta ver mejor la
puerta. Solo me llevo el martillo. Vosotros me cubrís. Si la cosa está bien, os
hago una señal y me seguís con mis cosas.
Emilio lo piensa un momento y asiente en silencio. Hosni le
da una fuerte palmada en el hombro.
—Cuidado, tío.
—Siempre lo tengo.
Cuesta no hacer ruido. En el imposible silencio de una
ciudad antaño tan bulliciosa, ahora todo sirve para romper la paz. El roce de
la ropa, el contacto de las suelas de goma contra el asfalto agrietado, la
respiración, que, por leve que sea a veces puede suponer una desgracia. Los
pellejos pueden ser muertos animados, quién sabe, pero lo cierto es que lo
oyen, lo huelen, lo ven todo.
Carlo ha llegado a una furgoneta de mensajería blanca
cruzada delante de un coche de policía con el que chocó en su día. Estira el
cuello y luego lo esconde. Emilio sigue su línea visual y ve al grupo de
pellejos por la izquierda, al borde de la plaza de los arcos. Se queda allí un
momento para recuperar el aliento y calcular su siguiente movimiento. Ya ha
rebasado la mediana; pronto podrá ver con claridad el terreno que le separa de
la puerta del centro comercial.
Emilio observa cómo el italiano cuela la cabeza por la
puerta semiabierta del coche de policía. A continuación saca del compartimento
de la puerta una defensa extensible, ilegal en su momento, pero de uso bastante
habitual entre las fuerzas del orden. La estira de una sacudida seca. Mira a
sus compañeros y se encoge de hombros con una sonrisa traviesa dibujada en la
cara, como quien se encuentra un billete de cincuenta en el suelo. Se guarda el
martillo en el cinturón y se queda con la defensa. Emilio se lamenta. Una
pistola o unas balas le hubiesen gustado más.
Carlo sigue avanzando con cautela, defensa en mano. Pasada
la furgoneta sortea varios coches más y ve la acera. Hay un quiosco de prensa
calcinado y un montón de cadáveres carbonizados en las inmediaciones. No se
mueven. Más a la derecha, un pellejo permanece quieto, de espaldas él, al lado
de un coche con el maletero abierto. Parece una estatua hecha de carne en
descomposición. Su olor le precede. Carlo contiene el aliento y procura no
hacer el mínimo ruido mientras se acerca por detrás. Aun así, cuando está a
unos tres metros, algo enciente los músculos rasgados de la criatura, que
empieza a temblar y chasquear las articulaciones. Es un hombre calvo con camisa
azul, de las que llevan los conductores de autobuses. Mueve la cabeza
espasmódicamente, como si husmease el aire. Se va dando la vuelta al tiempo que
de su boca putrefacta se escapan unos gemidos lastimeros que hielan la sangre,
porque ya no es voz lo que le sale. Es otra cosa.
El ser abre desmesuradamente los ojos ambarinos cuando
divisa el posible bocado. Abre las fauces babeantes y estira los brazos justo
antes de que Carlo le descargue en todo el cráneo la barra telescópica de metal.
Un golpe descendente seco y el cráneo se abre casi de par en par como una
sandía. El ser lanza un quejido ahogado y cae al suelo como un edificio
demolido. Alrededor de la cabeza deformada se forma un charco negruzco y
espeso. Carlo se tapa la boca y la nariz.
El italiano examina al ser. No le cabe duda de que es un
conductor de la EMT a juzgar por el logotipo del bolsillo. Tiene la barriga y
la cara hinchadas por la acumulación de fluidos. No le hace ascos a hurgarle en
los bolsillos. Un paquete de tabaco y un mechero por un lado y varias monedas
por otro. Desecha las monedas como si fuesen guijarros inútiles y se guarda el
resto. Mira en derredor y comprueba que es seguro. Se vuelve hacia sus
compañeros y les hace señas para que se acerquen.
—Parece que no hay muchos en la explanada —dice Carlo cuando
sus compañeros lo alcanzan, agazapados todos detrás de un vehículo. Varios
pellejos diseminados permanecen quietos como estatuas andrajosas. La ocasional
brisa agita melenas y ropas sucias, lo único que delatan que no son esculturas
provenientes de una mente insana.
Emilio evalúa la ruta de aproximación.
—No sabemos si la puerta está cerrada, y si hay que romper
haríamos demasiado ruido.
Todos se quedan en silencio.
—Solo hay una forma de comprobarlo —concluye Carlo. Hosni
asiente.
Los tres atraviesan la explanada, jalonada de hierbas
crecidas y desechos de todo tipo, en formación de triángulo, procurando no
dejar ningún ángulo sin cubrir. Se mueven con un sigilo adquirido por la
experiencia. Los pellejos están demasiado lejos para olerlos o reparar en
ellos; casi todos tienen la cabeza bajada, como si meditasen profundamente
sobre su condición antinatural.
La puerta del centro comercial es de doble hoja y denso
cristal. Algunos desperfectos revelan que alguien ha intentado romperlos, pero
o no ha tenido tiempo para terminar el trabajo o no iba muy en serio. En el
suelo hay charcos de sangre seca y algunos rastros que se pierden en varias
direcciones a varios metros.
—Esto va a costar —dice Hosni, pasando la mano por la
castigada superficie—. Estos cristales son a prueba de alunizaje, o sea, que
nos haría falta un coche o mucho tiempo y nada de discreción.
—Mala idea —constata Carlo.
—Alguien ha debido de intentarlo antes. —Emilio pasa
juguetea con la punta de la bota en el charco de sangre reseca.
Carlo acerca la cara al cristal y ahueca las manos alrededor
de sus ojos para intentar ver el interior. No han bajado el cierre metálico,
pero parece que alguien ha colocado una barricada improvisada al otro lado a
base de barreras de seguridad y algunos muebles de peso.
—Parece que hay alguien en casa —musita.
Otro silencio.
—¿Es buena idea seguir adelante? —Hosni verbaliza una
pregunta más para sí que para el mundo.
—Ya que estamos aquí… —responde Carlo.
Emilio cavila un instante y suelta un bufido.
—Por lo menos que haya merecido la pena. Pero, ¿cómo
entramos? No creo que sea buena idea rodear toda la manzana en busca de una
entrada menos complicada.
Carlo se aparta unos pasos de la entrada y mira hacia
arriba. Comprueba que la superficie decorativa del centro comercial es ideal
para la escalada. Él ha practicado superficies mucho más complicadas en la
Sierra sin cuerda y esto se le antoja pan comido.
—Pásame la palanca —le dice a Hosni, quien se saca de la
mochila una palanca metálica que delata un uso poco ortodoxo—. Voy a colarme
por arriba.
—Serás… —suelta Hosni. Sabe que por todo el techo del centro
comercial hay tragaluces acristalados que aportaban una estupenda luz natural
cuando el mundo aún sabía de tiendas y domingos de cine y palomitas.
Carlo ya ha empezado a escalar la superficie del edificio.
Ha optado por un lado escalonado con bancales de plantas trepadoras que se han
ido de madre. Le servirán como apoyo. El italiano asciende como un gato y como
si lo hubiera hecho mil veces antes. Se detiene ocasionalmente para calcular un
salto y luego lo ejecuta con gran precisión.
Llegado a la azotea, Carlo avanza corriendo sobre el suelo
de grava provocando más ruido del que le hubiese gustado. Por desgracia, el
tragaluz más cercano a la puerta se adentra mucho en el centro comercial, pero
no hay tiempo para pensar. El techo acristalado está intacto. Lo fácil sería
romperlo con un par de golpes de palanca, pero eso no es nada aconsejable. El
primer candado cede fácilmente a un giro de palanca. El segundo cuesta más,
pero lo más complicado es la cerradura. Carlo mira a su alrededor impulsado por
la costumbre y golpea la cerradura con la punta. Primero de tanteo, luego con
fuerza más calculado. Se imagina que cada embate al mecanismo estalla en la ciudad
como una pequeña explosión, se imagina a los pellejos levantando la cabeza y
husmeando el aire en busca del origen, se imagina a una mosca agitándose
frenéticamente a una telaraña mientras la araña asoma ante el prometedor
bocado. Pero no puede desviarse en miedos imaginario. Contiene el aliento y
lanza una descarga definitiva que destroza el mecanismo y libera la trampilla.
La escalerilla metálica que da al techo decorativo interior
chirría quejumbrosa bajo su peso. Se detiene a medio camino para observar el
panorama. La atmósfera está cargada. Se mezclan olores muy dispares: alimentos
en descomposición, productos químicos, la rancia traza del aire que no se
recicla y el inconfundible hedor de la muerte. Allí hay cadáveres; puede que no
pellejos, pero la muerte ha visitado aquel lugar. Solo ahora Carlo piensa si ha
sido tan buena idea insistir en explorar el centro comercial.
Por lo demás, el lugar parece desierto. Las galerías, antaño
atestadas de gente, ahora presentan un aspecto funesto y descuidado. Algunos
tragaluces están rotos y las aves se han colado en el interior, llenando el
lugar de olor de sus excrementos. Los destartalados puestos de información y
venta de fundas para móviles son islotes desiertos de morboso recuerdo. La
mayoría de locales tienen el cierre echado, pero otros están abiertos, muchos
de ellos con muestras de haber sido saqueados. Carlo comprueba con cierta
desazón que hay manchas de sangre por aquí y por allí, en paredes y suelos. Lo que
una vez fue blanco hoy es algo sucio, viejo, mohoso.
El italiano baja lentamente hasta una pasarela superior y
busca la forma de llegar al suelo. Cuando llega, su sentido de la orientación
le indica dónde está la entrada. Se encuentra en alto y a ella se accede
mediante unas escaleras mecánicas que ahora permanecen mudas. Arriba, junto a
las escaleras, hay una montaña de obstáculos. La barricada que han visto desde
fuera. Tendrá que sudar para abrir el acceso.
Para subir pasa junto a una farmacia que parece una cueva.
La cruz verde está hecha añicos. Por el rabillo del ojo cree ver algo dentro,
un movimiento casi imperceptible, e inmediatamente se queda quieto. Observa la
puerta de la farmacia. Parece cerrada, pero no sabe si con llave. Quizá la
tensión le está jugando una mala pasada. Sube a grandes zancadas la escalera y
empieza a quitar cosa de la puerta. Al otro lado, Hosni y Emilio aguardan
mirando en todas direcciones. No hay moros en la costa.
Carlo gana velocidad a medida que va abriéndose paso entre
la montonera de objetos, pero eso provoca que una papelera salga rodando y
caiga por la escalera metálica con un insistente estruendo hasta llegar al
suelo más abajo y seguir rodando, desparramando su contenido por el trayecto, hasta
detenerse. Carlo lanza todas las maldiciones que conoce en su idioma natal
mientras contiene el aliento. Desde su posición ya no ve la farmacia, pero está
seguro de haber oído un ruido. Será mejor que se dé prisa.
Por fin emerge la puerta, que no parece estar asegurada con
cadenas o candados. Alguien tuvo tiempo de amontonar la barricada, pero no la
prudencia, o el material necesario, para asegurar la puerta. Cuando Carlo la
abre, sus compañeros se apresuran a entrar y la cierran tras de sí. Repiten la
maniobra a la inversa, colocando objetos contundentes para que nadie pueda
entrar fácilmente, pero pensando en una posible huída apresurada. No son
conscientes del ruido que han hecho.
—Oh, oh… —oyen decir a Hosni. El palestino está mirando
hacia atrás, al pie de la escalera, donde un pellejo con una bata que una vez
fue blanca los observa con mirada asesina. Ya ha extendido los brazos y se
dispone a subir la escalera, pero tropieza en el segundo peldaño y empieza a
agitar los miembros una vez caído.
—Pues sí que había farmacéutico —murmura Carlo, que baja de
dos zancadas y clava la barra metálica en el cráneo del monstruo, inmovilizándolo
definitivamente—. Toma —se la lanza de vuelta a Hosni—, ya no la necesito.
El palestino lo mira con gesto torcido mientras sostiene la
barra con restos de sesos.
—Mierda, joder, mierda, joder… —oyen decir a Emilio desde la
puerta—. ¡Vienen!
En efecto, los pellejos diseminados por los alrededores
parecen haberse percatado de alguna manera de la presencia de los intrusos y se
han activado para encaminar sus erráticos pasos hacia la entrada. Carlo se ve
sacudido por una idea agazapada en su mente. Eso lo ha visto antes y, poco a
poco, sus temores subconscientes van aflorando a la superficie racional. Cuando
llega a una desdibujada conclusión empírica que requeriría de un momento más de
reflexión para revelarse en su plenitud, el centro comercial parece
desperezarse en un lento crescendo de chasquidos, golpes, ruidos puertas abriéndose y pasos.
Comienza el baile.
ResponderEliminarMe gusta el ritmo sostenido y las acciones justas. No conozco el centro comercial pero no me ha costado mucho hacerme una idea de la situación.
Mola, ahora a ver qué ocurre...
Gracias, Sergio. Sí, el ritmo es uno de los factores que creo determinantes en VIVOS. Pretende ser una narración directa, con pocas florituras, que transmita la esencia de una supervivencia dura y áspera. Seguimos en contacto ;)
EliminarLa forma en que van encadenando sus acciones, el cuidado que tienen en todo momento salvo cuando ya están dentro que cometen el error de hacer ruido y ese momento final en que se dan cuenta que se acaban de meter en una trampa mortal. Todo Genial.
ResponderEliminarYo si que me conozco más o menos la vaguada y eso hace que me oriente bastante bien con lo que vas describiendo. Ganas de seguir leyendo
Ay, Isaías, qué te voy a contar. Poder visualizar el entorno es lo mejor, no solo para quien lee, sino para quien escribe. Compruebo que elaborar en entornos que uno conoce es muy interesantes de cara a la experiencia global. Y ahora, a ver cómo salen de ahí... si salen ;)
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