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Tomás se ha hecho un corte leve en el dedo mientras revisaba
el motor de su Harley. A falta de la posibilidad de quemar gasolina en una
recta interminable con destino incierto, que es lo que le gustaría, se pasa el
tiempo libre revisando el motor, los frenos, la transmisión y cualquier
tontería que se le ocurra. Cuando termina el ciclo, vuelve a empezar. Puede que
su mula, como la llama, sea la última del mundo, pero también se ha propuesto
que sea la que mejor funcione. El taller de Johan está muy bien pertrechado
después de semanas de saqueo a los numerosos coches y motos abandonados que
adornan el barrio como una postal que da repelús.
Por mucho que se quiera convencer de que el corte solo
requiere de una tirita, la parte racional de Tomás le dice que debería
aplicarse un poco de yodo, y para eso tiene que ir a lo que fue el ambulatorio
de la Seguridad Social, actualmente el minihospital del barrio. Como siempre,
en la puerta hay un par de hombres de Emilio. Tomás los reconoce de haber
charlado más de una vez y compartido pitillos. Son buena gente a pesar de
empeñarse en tener aspecto de matón. A los pellejos no les impresiona la guerra
psicológica. Su presencia allí tiene más sentido habida cuenta de que el
ambilatorio es también el almacén de uno de los bienes más preciados del
barrio: los medicamentos y los botiquines. Cualquier cosa que sirva para curar
algo, desde un resfriado hasta un corte profundo y, ya puestos, un balazo, está
allí.
Al entrar, se quita el gorro de lana que le tapa la calva y
del que irónicamente se escapa la coleta de ralos cabellos canosos que aún se
empeñan en adornar el contorno de su cráneo.
—Qué hay, Miguel —saluda. Miguel es el «otro» médico del barrio,
aunque apenas acababa de terminar el MIR cuando todo se fue a la mierda. Tomás
piensa que es injusto que todo el mundo lo trate como el eterno aprendiz y
recurra a La doctora Hoffman para las cosas importantes. Y estaría dispuesto a
romper la tradición, pero Miguel está ocupado clasificando un montón de cajas
de medicamentos en uno de los cuartos. Le ayudan dos chicas jóvenes que están
haciendo un curso acelerado de enfermería postapocalíptica. No quiere molestar.
—Hola, Tomás —responde Miguel mirándolo fugazmente. Está tan
concentrado que ni le pregunta si necesita algo. Da por sentado que se
encargará Caterina Hoffman.
Tomás gira por uno de los pasillos y se detiene delante de
la puerta de la consulta de Hoffman. Cierra la mano, dispuesto a llamar a la
puerta, pero se detiene al escuchar unos sollozos ahogados que se escapan desde
dentro. Se queda petrificado en el gesto mientras piensa si debería volver más
tarde. Se mira el dedo herido y considera que, aun no siendo una emergencia,
hay que hacer algo. Y, de paso, verá qué le pasa a uno de los puntales de la
comunidad. El barrio no puede permitirse que el 50% de su personal médico
cualificado esté deprimido.
Llama tres veces y aguarda. Los sollozos paran en seco y se
hace el silencio. Los segundos parecen horas, hasta que una voz con marcado
acento argentino dice:
—Adelante, podés pasar.
La doctora Caterina Hoffman está sentada detrás de una
pantalla de ordenador que nunca volverá a encenderse. Luce su bata blanca
remangada, e incluso la placa identificadora. Sus mejillas están secas, pero no
ha tenido tiempo para que los ojos pierdan la rojez.
—Buenos días, doctora —dice Tomás, dando un tímido paso
hacia la consulta. Su lenguaje corporal choca con su aspecto de tipo duro que
lo ha visto todo en la vida. Tomás sería capaz de matar a un pellejo con las
manos desnudas, pero el caso es que tiene un corazón tan grande como un
estadio, y las muestras de debilidad le encienden la compasión. Pero se cuidará
mucho de mostrarla—. Estaba con la moto y me he arañado un poco —dice, tomando
asiento y extendiendo la mano.
Hoffman abre los ojos de par en par y se levanta como un
resorte. Es como si el trabajo le hubiese borrado la pena que la atenazaba hace
un momento, fuese cual fuese.
—¿Estás loco? Eso es más que un arañazo. Dejáme ver.
La doctora toma la mano de Tomás con resolución y enseguida
se pone a trabajar en ella. Gasas, un poco de yodo y poco más. Lo que Tomás
pensaba, pero la sangre es muy escandalosa.
—¿Cómo te lo hiciste?
—Pues eso, con la moto. Nada serio.
—¿La superficie estaba herrumbrosa?
—No.
—Menos mal, porque no tenemos antitetánicas desde que las
neveras dejaron de funcionar. Andate con más cuidado.
—Descuide
—Y tuteáme, por Dios.
—Vale.
Tomás parece un niño pequeño en manos de la doctora Hoffman.
Si él parece más joven de la edad que tiene, a ella le pasa todo lo contrario.
A sus treinta y nueve años parece una eminencia. Algunos la ven como una Rosa
de joven, pero Tomás sabe que es más vulnerable.
—¿Estás bien, doctora? —se atreve a preguntar.
Caterina termina de vendarle el dedo sin decir nada y se
vuelve hacia la bandeja de instrumental, donde deposita el bote de yodo y el
paquete de gasas.
—Dios, disculpa, no quería meterme donde no me llaman. Ya me
voy —rectifica Tomás enseguida.
—No, tranquilo —dice Caterina—. No pasa nada. —Se sienta
otra vez en su sitio y mira a Tomás con ojos frágiles—. Es solo que detesto
esta tranquilidad que no lleva a ninguna parte —se queja—. Me paso el día
esperando que ocurra algo para que las horas se me pasen más deprisa, deseando
al mismo tiempo que no sea así por el bien de la gente, pero mientras tanto no
puedo dejar de pensar… Pensar me mata.
Tomás no dice nada. Sabe que cuando alguien se abre así es
mejor dejarle llevar el ritmo.
—No aguanto esto. No aguanto estar encerrada con esta
responsabilidad, esta espada de Damocles. —Mira a Tomás. La fragilidad ha dado
paso a la mirada que debe de tener un genio encerrado en una jaula sin aquello
que saca punta a su intelecto día a día—. Me iría a casa a dormir, me
emborracharía, me… —Hace una pausa. No quiere decir lo que su subconsciente le
ha disparado—. No puedo dejar de pensar en los míos…
—Como todos. —Error, se dice enseguida Tomás.
—La diferencia es que los míos están al otro lado de un
océano y no sé siquiera si están vivos.
¿Qué decir? Tomás no volverá a caer en el error. Se limita a
asentir.
Pasan unos minutos. Caterina solo necesitaba expresarse. Por
alguna razón no está rodeada de gente con la que sienta confianza. Quizá haya
caído la gota que colma el vaso y Tomás pasaba por allí. Hay que aceptar las
cosas como son.
—La verdad es que es una situación complicada —aventura el
veterano motero—. No es fácil realizarse con un trabajo que implica el
sufrimiento de los demás, entiéndeme… Quizá lo que necesitas es, no sé, algo
con que entretener la mente.
Caterina lo mira como si acabase de descubrir América.
—A ver si me explico —continúa Tomás—. Eres médica, y de las
buenas, por lo que se comenta. ¿Por qué no pones en práctica todo lo que sabes
al tiempo que matas las horas y te olvidas un poco de los problemas?
—Te escucho —dice la doctora, aceptando lo que se ha tomado
como un desafío que el otro ha perdido de antemano. Sabe que hay muy pocas
cosas en ese micromundo que puedan alejarla de sus fantasmas, aparte de una
catástrofe que lleve regueros de pacientes a su consulta, cosa que tampoco
desea.
—Los pellejos —dice Tomás.
—¿Los pellejos?
—Sí. Son todo un desafío. Desde que empezó todo esto nos
hemos limitado a escondernos, reforzar las barricadas, salir a por comida y
cosas útiles y matarlos como podemos. Pero no nos hemos dedicado a estudiarlos.
La frase queda suspendida en el aire como el eco de un arma
disparada en un desfiladero. Los ojos de Hoffman destellan fugazmente.
—Estudiarlos —repite, perdiendo la mirada en el vacío.
—Sí. Sería cosa de intentar coger a uno de ellos y
estudiarlo para saber qué coño ha pasado. Con un poco de suerte, quizá demos
con métodos más eficaces para contenerlos. A lo mejor hasta das con un remedio
científico de esos para protegernos de ellos.
Eso no hace sino reforzar la miríada de ideas que están
aflorando en la mente de Caterina Hoffman. Si alguien estuviese escaneando su
cerebro vería un árbol de Navidad encendido por la interacción de sus sinapsis.
***
—Es arriesgado —empieza Emilio, torciendo la comisura de los
labios—, pero creo que podría ser un paso.
—¿Un paso? —responde Rosa—. ¿Hacia dónde?
—Hacia conocer a nuestros enemigos —dice Emilio—. Al final
esto se reduce a una guerra. Rara, sí, pero una guerra al fin y al cabo.
Nosotros contra ellos. La antigua especie dominante contra la nueva, con la
desventaja de que todo lo que nos definía ha desaparecido o está en vías de
ello. Ellos, sin embargo, están en lo mejor: no enferman, no mueren porque ya
están muertos, son implacables y nada los para.
—Salvo reventarles la cabeza —matiza Tomás.
—Sí —concede Emilio—, aunque los que podemos y nos atrevemos
a acercarnos los suficientemente a uno estamos contados. Ninguno de ellos
titubea cuando se trata de echarse como hormigas sobre un insecto moribundo, y
eso les da también la ventaja numérica cuando nos los topamos.
—Ahí le has dado —admite Tomás.
—El caso es que es algo que siempre he pensado —prosigue
Emilio con algo parecido a ilusión en la voz—, pero nunca me he atrevido a
pedirlo por el riesgo que supone. Tener a uno de esos bichos y poder estudiarlo
sería un paso muy importante. Lo que no sabía es si la doctora contaba con la
pericia… Sin ánimo de ofender.
—No me ofendo —dice Hoffman con un gesto de la mano—.
Practiqué la cirugía en Argentina durante dos años y me desenvuelvo bien. Lo
que pasa es que no tengo material para analizar muestras como es debido. Como
mucho, una autopsia a ojo.
—Podría ser suficiente, para empezar.
—Emilio… —dice Rosa—. ¿Para empezar? ¿Es que ahora queremos
llenar el barrio de seres como esos? ¡Hay niños, por el amor de Dios!
—Tienes razón, Rosa —admite Caterina con tono conciliador—,
por eso creo que con uno bastaría. Al menos de momento. Podríamos habilitar un
lugar aislado donde trabajar. Emilio se encargaría de la seguridad y de que
nada salga mal.
—A ver, a ver un momento —interviene Carlo—. ¿Estamos
hablando de traernos a un pellejo vivo… o como sea que estén?
Se hace el silencio. Nadie, ni siquiera Hoffman, se había
planteado eso. Ahora que sale el tema, cada cual medita sus preferencias.
—Vivo sería ideal —dice Emilio para sorpresa de todos. El
adalid del conservadurismo tiene un punto débil: conocer a su enemigo. Habla el
legionario.
—De ninguna manera —se niega Rosa en redondo, depositando la
taza en la mesa baja—. Aquí no puede entrar un pellejo vivo. De ninguna manera.
Si algo nos ha demostrado la experiencia es que nunca se pueden prever todos
los factores que puedan salir mal. Un pellejo vivo es una variable imprevisible,
y ya hemos visto todos el caos que puede causar.
—¿Quiere decir eso que aceptarías uno muerto? —pregunta
Emilio, como quien lanza una apuesta en una mesa de póquer.
Rosa medita en silencio. La idea tampoco le gusta, pero es
consciente de que hay que dar con el punto de equilibrio. Cualquier consenso es
mejor que una decisión autoritaria, y para eso hay que ceder.
—Podría analizar uno muerto, lo más reciente posible
—comenta Caterina para ampliar la grieta que intuye en Rosa—. No habría riesgo.
—De acuerdo —asiente la antigua bibliotecaria—, pero sigue
siendo necesario habilitar un lugar especial. No lo queremos en el ambulatorio
ni que se le acerque los niños.
«Los
niños nos dan mil vueltas»,
piensa Carlo, pero no dice nada.
—Eso está hecho —sonríe Emilio, una de esas raras
ocasiones—. ¿Dónde proponéis que lo hagamos?
—La antigua clínica veterinaria estaría bien. Tiene mesa de
intervenciones y se puede aislar con facilidad —propone Carlo. Todos miran a
Johan.
—¿Qué? —dice el polaco—. ¿Además de todo lo que os tengo que
hacer, ahora queréis que monte una reforma exprés para acomodar a un pellejo
muerto? —Hace una pausa dramática—. Eso es bollo comido.
—Pan —lo corrige Rosa—. Se dice pan comido.
—Pues eso. Lo puedo tener listo para mañana.
—Me parece bien —dice Rosa, tras meditarlo—. Caterina,
¿crees que puede haber algún riesgo de contagio a pesar de que la criatura esté
muerta?
—Aunque nunca podemos estar seguros al ciento por ciento,
creo que no —explica la doctora—. Por lo que sabemos hasta ahora, el mal solo
se transmite mediante los fluidos: mordiscos, salpicaduras en heridas o
mucosas, ingestión…
—Y luego está lo que comentó Carlo —interviene Emilio—.
Dijiste que creíste ver algo dentro de la vieja, en las torres de Aránzazu.
—Bueno, sí, creí ver algo, pero no estoy seguro. Estaba muy
oscuro y la luz de la linterna bailaba al son de mi pulso. La virgen, estaba
acojonado —responde Carlo, acompañando cada frase con un abanico de gestos
manuales.
—Razón de más para investigar —refuerza la doctora.
Vuelve a hacerse el silencio. Los partidarios de la
operación se saben en mayoría, pero coinciden con Rosa en que un consenso es lo
mejor para la comunidad, y su apoyo sería de un valor simbólico incalculable.
—Está bien —cede—. Pero tomad todas las precauciones
posibles. Se hará lo que diga Emilio, pero solo pido una cosa: te llevarás a
Anton.
El gesto de Emilio cambia como del día a la noche. Es como
si le hubiesen consentido el capricho pero se lo hubiesen puesto fuera de su
alcance en el último momento.
—No creo que sea necesario, Rosa —dice con voz queda.
—Es la única persona que he visto acabar con una de esas
cosas con las manos desnudas, sin titubeos. Creo que será una garantía para
vosotros. Nos lo debe y colaborará.
Emilio refunfuña y asiente.
—Ahora solo queda decidir adónde iremos de safari —comenta
Carlo, frotándose las manos, sentándose al borde del sillón con estampado de
flores.
—Hay varias opciones —dice Emilio, entrelazando los dedos—.
Podemos volver a las torres de Aránzazu e intentar llevarnos a la anciana,
aunque ya han pasado días y no sé si será viable para su estudio. La otra
opción es saltar a la autovía. Sabemos que, de vez en cuando, merodean manadas.
Es arriesgado, pero creo que con un grupo habilidoso lo conseguiremos.
—Una ratonera y un laberinto de coches y pellejos a la
vuelta de cada esquina —ríe Tomás, rascándose un brazo lleno de tatuajes—. Yo
propondría el descampado de la Malmea. Está cerca y es un espacio más abierto.
Nos daría margen de maniobra.
—Y arbustos de la altura de un hombre. Cambiamos los coches
por la maleza. No sé si me gusta —objeta Emilio, aunque considera que es una
opción tan válida y peligrosa como las demás.
—Bien —zanja Rosa—, tenemos tres opciones. Ahora votemos.
¡A votar sea!
ResponderEliminarBueno, el motero irrumpe con fuerza, la médico se presenta y el grupo de toma de decisiones es muy efectivo.
Cierto es que en la situación que planteas muchas cosas se vuelven de importancia estratégica. Yo no había caído que las medicinas y material médico fuese una de esas cosas.
Keep reading...
¡Así me gusta!
EliminarSí, la verdad es que quería tocar todos los aspectos sensibles de una situación como ésa, aunque sin obsesionarme. Lo bueno es que da para historias. Celebro seguir teniéndote como lector ;)
La caza va a ser emocionante, seguro. Pero al jugador de minecraft que hay en mi le llama mucho más la atención la parte "tecnica"
ResponderEliminar¿donde poner el laboratorio?
¿Dentro, fuera?
¿y si atrae a otros?
Toda esa parte de infraestructura me mola. Veamos como se las apañan nuestros ingeniosos personajes.
Para evitar complicaciones, Rosa ha impuesto que el pellejo esté "muerto". Pero nunca se sabe si eso será suficiente :p
EliminarNada, nada. Ya sabemos como empiezan estas cosas.
EliminarNo me fío de nada.
No me des ideas, no me des ideas! XD
EliminarEste es el capítulo k se me ha hecho más corto, sin embargo no tiene nada de acción, que curioso.
ResponderEliminarEn modo cabroncete, k les hace estar juntos? No ha tensiones entre ellos? No me termina d quedar claro que los une sobre todo pq la gente en una situación así lo del orden y el civismo se lo pasarían por el forro, creo. Y Por otro lado, son todos más buenos k el pan, me resta tensión.
Me repito, este cap me parece el mejor construido d todos pero no me hagas mucho caso k de crítico no doy la talla.
PD: Le paso este capitulo a mi suegro, Emilio y motero lol... se escapa por la calva.
A mí me viene pasando desde hace mucho tiempo que disfruto más y se me hace todo más rápido si no hay acción. En cuanto a lo que comentas de las tensiones, hay dos cosas: primero que quería huir del tópico Walking Dead de malos rollos por malos rollos. Como se esboza antes, es un barrio con solera, que cuenta con una larga tradición de autogestión y organización vecinal. Tienen ego, pero no son gilipollas, o sea, que han visto en la tele, hasta que dejó de emitir, lo que pasa si vas por tu cuenta. En segundo lugar, me he inspirado en las consecuencias de atentados y bombardeos, donde la gente deja de lado toda inquietud personal para apoyar al colectivo desde lo que mejor sabe hacer (11-M, accidente del AVE, atentados de ETA, etc.).
EliminarEso sí, si te das cuenta, hay discrepancias latentes entre el sector duro (Emilio) y el racional (Rosa) que, a la larga, podrían enconarse y dar lugar a eso que comentas. Pero no es el momento. Tranquilo, que estoy ideando situaciones de crisis que puedan romper un poco la comunidad, pero de momento la gente intenta sacar lo mejor de sí. Fíjate que Emilio no ha dicho nada aún sobre lo que vio en la ventana del hospital. Los secretos traen cola ;)
Espero que a tu suegro le mole. Dile que, a partir de ahora, Tomás le va dedicado :p
Gracias por comentar. Toda idea y sugerencia ayudan a mejorar.
Joer mil disculpas, he confundido el nombre de Tomás con el de Emilio. Un fallo imperdonable por mi parte.
EliminarMe gusta el trato que tienen los miembros de la comunidad. Como ha dicho Jose es un capítulo genial sin que haya nada de acción :D
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