Racionan el uso de las linternas. No saben aún si los pellejos reaccionan a los destellos tanto como al ruido o al olor de una herida abierta. Caminan midiendo cada paso, notando el golpeteo frenético de sus corazones en los oídos. Entrecierran los ojos para intentar vislumbrar algo en la negrura del aparcamiento subterráneo, pero esta solo les devuelve el sonido de pasos arrastrados desde una dirección indeterminada.
—Juntos, juntos —apremia Emilio en voz muy baja. Todos saben que si se despistan aquí abajo pueden perderse. La disposición repetitiva del aparcamiento, sumada a la oscuridad casi absoluta, con la salvedad de los tragaluces por los que se cuela la luz de la calle, suponen el cóctel ideal para desorientarse y acabar donde no se debe. Emilio hace una señal a Carlo con los dedos para que no pierda de vista a Jesús. Conoce el lugar mejor que nadie y es el guía a todos los efectos.