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La autovía es como la instantánea de un río de otro planeta.
Asfalto agrietado por los embates de la naturaleza que se abre paso y aflora
por doquier que comparte espacio con las carcasas huecas de todo tipo de
vehículos, receptáculos de esperanza para miles de personas que enseguida se
convirtieron en trampas mortales. Es difícil moverse por ahí a menos que lo
hagas a pie o en la Super Glide II de Tomás, que ronronea en la retaguardia,
avanzando despacio, sin perder de vista a quienes llevan el peso de la cacería.
Han salido por la barricada de la incorporación de la M-30 y
se han adentrado en dirección noroeste, bordeando el parque del barrio que el
señor Sebastián y su esposa han convertido en el campo de cultivo y granero de
la comunidad, invernadero improvisado incluido. De hecho, el señor Tomás y
Vicenta han hecho una pausa en sus labores agrícolas para contemplar al grupo
con gesto severo. Emilio les lanza una sonrisa que sabe que no verán, pero él
sí ve cómo Vicenta se santigua discretamente. Sus días de creyente pasaron a la
historia, pero aun así espera no tener que necesitar la intercesión del
Todopoderoso.