El economato. Los estantes de lo que antaño fuera el
supermercado de una conocida franquicia contienen el tesoro más valioso del
barrio. Todo está meticulosamente organizado: alimentos perecederos, envases y
latas, ropa y calzado, herramientas, medicamentos, botiquines, combustible,
agua potable embotellada, productos de limpieza, todo pormenorizadamente
catalogado y supervisado por la única persona capaz de mantener la cabeza lo
suficientemente fría entre tantas tentaciones. Todo dispuesto a lo largo de los pasillos inmersos en la penumbra salpicada por las ocasionales velas.
Rosa se apoya contra un congelador que ahora sirve como
cofre gigantesco para las chaquetas de invierno. Sostiene entre las manos una
taza de té humeante, indulgencia que se permite de vez en cuando. La teína
es de los pocos vicios que conserva de sus días de bibliotecaria de vieja
escuela; eso y su enorme capacidad organizativa y la autoridad natural que mana
de las personas que se han pasado media vida entre libros y estudiosos.
Contempla la mesa de trabajo por encima de la montura metálica de sus gafas.
Frente a ella, apoyado en uno de los estantes de herramientas, está Emilio, los
brazos cruzados. Viste con su perenne mono azul sobre el que luce un chaleco de
cazador con los bolsillos repletos. Se ha dejado la escopeta en la entrada. En
el economato nadie entra armado. Él también fija la vista en la mesa. Junto a
las chocolatinas industriales que estaba contando Rosa antes de colocarlas en
su correspondiente lugar, hay un pequeño galimatías negro salpicado de
interruptores, botones y diales.