Solo se oye el resonar de sus respiraciones azuzadas por la
adrenalina que invade sus venas. Apoyan la espalda contra la fría pared del
corredor de ladrillo gris y se dejan caer hasta notar el aséptico suelo de
linóleo en las posaderas. Por un momento no son conscientes de los golpes
procedentes del otro lado de la gruesa puerta metálica, de que su
anónima salvadora está echando todos los cerrojos, interponiendo una barra de
metal y apuntalando lo único que les separa de una muerte segura con unos
listones. Tampoco se han dado cuenta del tipo que les apunta con un revólver
desde el otro extremo del pasillo mientras los embates contra la puerta suenan cada vez más a carne picada.
Emilio es el primero en percatarse y hace auténticos esfuerzos
para dominar su agitada respiración. El que les apunta es un hombre recio, de
unos cuarenta y pico, moreno, con la coronilla despejada. Luce el desgastado
uniforme de una empresa de seguridad privada. Emilio se dispone a levantarse
con las manos en posición conciliadora cuando el vigilante estira el brazo del
revólver.
―Estás mejor sentado, prenda.