jueves, 8 de junio de 2017

1x13: En las negras entrañas


Racionan el uso de las linternas. No saben aún si los pellejos reaccionan a los destellos tanto como al ruido o al olor de una herida abierta. Caminan midiendo cada paso, notando el golpeteo frenético de sus corazones en los oídos. Entrecierran los ojos para intentar vislumbrar algo en la negrura del aparcamiento subterráneo, pero esta solo les devuelve el sonido de pasos arrastrados desde una dirección indeterminada.

—Juntos, juntos —apremia Emilio en voz muy baja. Todos saben que si se despistan aquí abajo pueden perderse. La disposición repetitiva del aparcamiento, sumada a la oscuridad casi absoluta, con la salvedad de los tragaluces por los que se cuela la luz de la calle, suponen el cóctel ideal para desorientarse y acabar donde no se debe. Emilio hace una señal a Carlo con los dedos para que no pierda de vista a Jesús. Conoce el lugar mejor que nadie y es el guía a todos los efectos.


Se detienen a cada pocos metros para palpar el entorno con los sentidos. A veces, encienden las linternas fugazmente para comprobar lo que tienen por delante antes de reanudar la cautelosa marcha. Son sensibles a cada estímulo como el papel carbón a la presión. Su consciencia aflora a una sinfonía de chasquidos, goteras, ecos lejanos y pasos que los envuelven como un abrazo opresivo. Tanto tiempo de abandono ha pasado factura a algunas de las estructuras y estas se quejan víctimas de la gravedad, la humedad y la falta de mantenimiento. Probablemente la mayor parte de los ruidos tengan un origen inofensivo, pero cualquiera de ellos puede llevar emparejado a algún pellejo.

Con la lengua como un trapo y conteniendo la respiración, siguen en dirección a la garita, que se halla oportunamente en el mismo centro del aparcamiento. A cada paso que dan, todos se convencen un poco más de que el plan sonaba más prometedor en la teoría. Quizá haya sido mala idea. Es lo que piensa Hosni al mirar un momento hacia atrás. No está seguro de si sabría volver a encontrar la puerta por la que han salido. Dependen más de lo que le gustaría de dos prácticos desconocidos para moverse por allí abajo. ¿Y si se presenta un dilema? ¿Salvar la propia vida o la de los recién encontrados? ¿Protegerlos a ellos o a tus amigos? Malas opciones frente a otras peores. Lo que decanta la balanza solo es el contexto y el arranque del momento.

Hosni sacude la cabeza para ahuyentar esos pensamientos. No es momento para perderse. «¡Céntrate!», se dice. Pasan junto a una formación de máquinas de cobro. Están apagadas, como el resto del mundo. Hosni aprecia la ironía de que objetos que en su día eran de uso cotidiano hoy parezcan lápidas penumbrosas recortadas contra la luminosidad de uno de los tragaluces.

Le llaman la atención los detalles. En alguna todavía hay alguna que otra tarjeta magnética prendida a la ranura, a la espera de que alguien que jamás volverá la recoja. Pero lo que más hay es sangre seca. Sangre en las propias máquinas, sus teclados, sus pantallas. Sangre que a veces adopta la huella de una mano completa. Sangre que abunda en el suelo, junto a las máquinas calladas. Hosni es un  buen recolector y sabe que la sangre cuenta el último fotograma de una escena. El palestino contiene un escalofrío mientras su mente reconstruye ese fotograma. Incautos apelotonándose frente a las terminales para salir con sus coches, puede que aún inconscientes de lo que se les viene encima. Pero en algún momento el fin cae sobre ellos como una guillotina sin filo, cruel y portadora de abyecto sufrimiento. Ese último acto de normalidad se rompe en mil esquirlas cuando una manada de pellejos recientes irrumpe a la carrera por el parking. A lo mejor ya oían los gritos de fondo, los golpes, la algarabía, el terror. No les da tiempo a reaccionar. La ordenada cola se desbanda. Los primeros en caer no creen lo que les está pasando mientras son devorados en vida. Los más afortunados ceden al instinto de supervivencia y emprenden la carrera, solo para encontrarse atrapados en una ratonera de coches y personas que solo piensan en salvarse a sí mismas.

Hosni imagina el amontonamiento de víctimas delante de las máquinas al tiempo que la manada persigue a los huidos, como una ola de maremoto pasa indiferente por encima del estrago causado. En un rápido salto, Hosni avanza al momento en el que los gritos solo son un telón de fondo, acaso relegados a las plantas superiores y la calle. Aquí ya reina la calma de los muertos. Y casi ve cómo los desgraciados caídos mientras hacían cola empiezan a levantarse entre espasmos, abriendo ojos ambarinos a una nueva realidad de más y más muerte. Y al final, solo quedan la sangre seca, los arrastrones y las huellas.

«¡Céntrate!»

El sonido de los pasos arrastrados es ahora más definido. Procede de algún punto frente a ellos, algo escorado a la derecha. Jesús confirma que es la buena dirección. Emilio considera que dar un rodeo es perder tiempo. Carlo enciende la linterna un instante y delata dos siluetas atrapadas entre dos coches. No parecen hacer especial caso a la fuente de luz. Hosni saca el tirachinas para acabar con los pellejos, pero se lo piensa dos veces. Están inmovilizados entre dos coches. Mejor reservar la munición para más tarde. Uno es un muchacho delgaducho con una camiseta holgada y ennegrecida. La otra es una chica, joven en el momento de morir, ataviada con ropa deportiva fluorescente. El pellejo del chico está tan delgado que apenas es hueso. La ropa de la mujer, antaño ceñida, ahora pende holgada. Ambos reparan en la presencia de los vivos y empiezan a agitar las mandíbulas, provocando castañeteos con los dientes. Ambos presentan mordeduras en el cuello, la cara y a saber dónde más. Los han devorado con saña y, cuando su sangre se ha enfriado, los han dejado hasta reanimarse y vivir una segunda existencia atrapados en la oscuridad de un aparcamiento subterráneo durante meses y meses.

Los dientes son una de las cosas que siempre han llamado la atención de Hosni. Los pellejos son muertos que no acaban de morir. Sus cuerpos se deterioran, pero no acaban de pudrirse. Pero sus dientes… Sus dientes se conservan maravillosamente. Incluso se vuelven más fuertes que en vida, más afilados conforme la transformación se asienta en el pellejo. Es su principal arma y ansían usarla contra la carne caliente. Inmediatamente, las bocas de los pellejos empiezan a rezumar una saliva densa y oscura. Hosni sabe, sin necesidad de un microscopio, que eso es lo que se te mete en el cuerpo a través de la mordedura y te infecta hasta matarte entre insoportables dolores para luego reanimarte de alguna manera que, ella sí, se le escapa.

Disponen de ellos con metódica eficacia y los cuerpos inertes quedan tendidos encima del capó de ambos vehículos.

—Por ahí —susurra Jesús, indicando en una dirección que podría ser cualquiera, dada la oscuridad.

Llegado un momento, se acostumbran al sonido de los pasos arrastrados. A veces parecen más cercanos, otras más alejados.

«No te confíes.»

Y mejor así, porque, al cabo de los minutos, se dan cuenta de que, conforme avanzan, el sonido de los pasos se intensifica. Un tragaluz cercano delata las vagas formas de uno de los accesos al centro comercial. La escena es escalofriante y familiar. Muchas siluetas de personas se mueven sin rumbo aparente por las inmediaciones del acceso. Algunos se alejan hasta desaparecer en la negrura. Otros se chocan sistemáticamente contra las puertas automáticas de cristal medio abiertas —probablemente llevan semanas haciendo lo mismo—. Hosni ve cómo unos cuantos entran y se pierden en la planta inferior del centro, al tiempo que otros salen, entrechocándose los unos con los otros en una estampa que, abstraída del contexto, hasta podría antojarse cómica. Los que no tienen piernas, o se encuentran estas demasiado devoradas como para funcionar, se arrastran despacio, emitiendo exhalaciones parecidas a muestras de esfuerzo.

—Por ahí no podemos seguir —susurra Emilio—. Es un punto caliente.

—La garita está pasado el acceso —explica Jesús—.

—Habrá que dar un rodeo. Estamos cerca. —Mónica aprieta la mandíbula. A Hosni se le pasa la idea de proponer desistir, pero ve a los demás demasiado decididos a seguir adelante.

—Otros días no está así —dice Jesús con deje acusatorio—. Estos deben de haber oído el jaleo que montasteis al entrar y vienen a husmear. Es la entrada más cercana a la barricada que tirasteis.

Carlo se encoge de hombros.

—No esperarás una disculpa a estas alturas del marrón, ¿no? —musita.

—Tsss. Vamos —apremia Mónica.

Retroceden unos metros y toman una de las calles del aparcamiento que conduce hacia el centro. Tardarán más, pero parece más despejado. Paran cada pocos metros para observar y escuchar. Los pasos se alejan, pero delante hay otra plétora de sonidos. Chasquidos, el viento colándose por los respiraderos, la basura arrastrada por este en la calle, más arriba. Cosas en las que no reparas cuando la civilización embota tus sentidos.

Ahora varios coches cruzados caóticamente en la calle dificultan el avance. Personas con prisas por salir de la plaza de garaje que contribuyeron al colapso, ya no de las salidas, sino del mismo tránsito por la red de calles subterráneas. Hosni observa en algunos aún se encuentran sus ocupantes. Parejas de jóvenes, una familia en un monovolumen, menos el conductor, la puerta abierta y delatora; transeúntes aplastados bajo los vehículos, algunos todavía tratando de salir de debajo de las ruedas. Afortunadamente no reparan en los vivos que pasan cerca.

Cristales rotos en el suelo. Un mal paso. El estruendo del rechinar por todo el aparcamiento y un «¡Cazzo!» a duras penas amortiguado.

La cacofonía de sonidos circundantes cede al despertar de nuevos pasos cercanos, como si hubiesen estado ahí todo el rato, latentes, a la espera del estímulo que delatase una vida que devorar.

Están rodeados.

Ya no hay que disimular. Encienden las linternas y comprueban que media docena de pellejos se les acerca desde varias direcciones. Algunos tienen que sortear los coches atravesados, y eso les llevará tiempo. La amenaza inmediata se reduce a cuatro.

—¡Allí! —dice Mónica, señalando a la derecha.

La garita central se eleva como un castillo abandonado. Corren hacia ella con toda la cautela que se pueden permitir en el momento. Emilio lanza una ráfaga certera con el subfusil de Anton y derriba al primer pellejo que se les venía encima. Cabeza volada.

Cuando llegan a la garita, mezcla de emociones. Han llegado a la meta, pero el acristalamiento está hecho añicos y el lugar está vacío. Ha habido lucha. Papeles tirados, teléfonos caídos y descolgados, escritorios removidos, cajones rotos…

—No. ¡No! Joder… —se lamenta Jesús. Ni rastro del bueno de Sergio o su llave.

Mil pensamientos cruzan la mente de todos, y algunos son coincidentes en que, si bien la probabilidad es alta, no quieren morir allí por nada. El camino de vuelta, especialmente con las manos vacías y los pellejos alertados, no es nada halagüeño. Hay que moverse.

—¡Hay que moverse! —Ciertamente Emilio lo tiene claro. El problema es que Mónica tiene en mente una dirección distinta.

—Tenemos que seguir buscando —dice.

—Ni hablar —niega Emilio—. Volvemos al interior y pensamos otra cosa. Esto es un fracaso.

Hosni apenas les oye hablar. Derriba a dos pellejos peligrosamente cercanos con sendos proyectiles certeros de su tirachinas. El terno solo aturde a la criatura, que se revuelve y avanza más decidida aún.

—Vámonos de aquí. ¡Ya! —dice Hosni.

La discusión se acaba y todos tratan de retroceder lo más ordenadamente posible. Instintivamente vuelven por donde vinieron, aunque eso les lleve a bordear el concurrido acceso de hace unos minutos. La serenidad cede a la premura y el nerviosismo. Los vivos pierden el contacto entre sí y tienen que mantener las linternas más encendidas de lo deseable. A veces hay que dar alguna voz. Hosni cubre la retirada con su tirachinas. Algunos proyectiles impactan en los parabrisas. Camina hacia atrás mientras oye a sus compañeros por todas direcciones. No se permite mirar hacia atrás porque cree que algún pellejo puede asaltarle en cualquier momento desde la oscuridad circundante.

Su tobillo choca con algo y cae de espaldas, golpeándose en la cabeza. No pierde el conocimiento, pero todo le pita y se siente mareado. Los pasos arrastrados se acercan por delante. Los pasos normales se alejan por detrás. Le cuesta levantarse.

Opta por rodar bajo un coche. La razón pierde terreno ante el instinto de supervivencia. Es una apuesta ciega. Si hay un pellejo bajo el coche, tiene la ventaja de no necesitar verle. Reza a Alá por primera vez en mucho tiempo.

Se queda tendido bajo el coche sin apenas respirar. El sudor se acumula bajo la ropa reforzada y se desliza por la frente y la comisura de los labios. El corazón brinca como un potro desbocado. Ya no sabe dónde está el tirachinas. Debió de quedar por ahí tirado. No encenderá la linterna para averiguarlo. Se palpa la pernera y saca un cuchillo. Lo aprieta en la mano hasta no sentirla.

«¡Serénate!»

Poco a poco, pasos arrastrados van discurriendo a ambos lados del coche bajo el que se cobija. No oye ya a los vivos. Han debido de escapar. Probablemente no se han percatado de su ausencia o la situación era tan complicada que no han podido volver hacia él.

Hosni sabe que está solo en un entorno desconocido, sin luz. Nota cómo los esfínteres se le aflojan. Piensa en su familia, en su tierra. Piensa en la luz llena de matices y colores de Gaza, en los olores del mercado de especias cuando los bombardeos israelíes cesan. Piensa en el ruido de los niños en la calle, aún dispuestos a reír a pesar de la miseria. Piensa en su herencia, en su legado. Piensa en los hombres y mujeres que se han enfrentado a acorazados con piedras y manos vacías.

No puede acabar así.

«Cuando Mis siervos te pregunten por Mí, estoy cerca y respondo a la oración de quien invoca cuando Me invoca. ¡Que Me escuchen y crean en Mí! Quizás, así, sean bien dirigidos», recita Hosni en su árabe natal. No le queda saliva que tragar.

Poco a poco se va haciendo la calma. Las cacofonías y sonidos de fondo vuelven a envolverlo como el telón de fondo de una obra siniestra. No sabe si han pasado minutos u horas. No tiene forma de saberlo. Todo entra dentro de esa extraña normalidad, menos una cosa.

Un leve sonido húmedo no muy lejos, a su misma altura. Hosni se vuelve tanto como puede bajo el coche y enciende la linterna en la dirección que le dicta la intuición. Al principio le cuesta distinguirlo, pero, a dos plazas de aparcamiento de distancia, bajo un monovolumen con los cristales rotos, hay un pellejo al que le falta la mitad inferior. De su cabeza brota lo que queda de una raída melena rubia. Chasquea los dientes cuando percibe a Hosni. Este se da cuenta de que lleva un uniforme como el de Jesús.

«¿Será posible?», se dice.

Comprueba su entorno antes de deslizarse fuera de su cobertura y levantarse. Otea los alrededores con todos sus sentidos. Parece tranquilo. Emprende un cauteloso avance hacia el pellejo atrapado bajo el monovolumen. Se agacha allí mismo y lo ilumina a placer. El ser extiende los brazos tratando de atrapar a esa bolsa de sangre caliente que ha aparecido. Saliva mientras abre mucho los ojos ambarinos y chasquea los dientes. Hosni hace lo que jamás se hubiera imaginado: colarse poco a poco bajo el monovolumen. Con el cuchillo en una mano, va acercándosele con una rodilla por delante. Está fuertemente reforzada con cinta americana.

—Venga, prueba bocado —le incita.

Nota la fortísima presa del pellejo en la pierna y cómo trata de cerrar la mandíbula en la rodilla con inesperada fuerza. Los dientes empiezan a deteriorar la rodillera improvisada, pero no le da más tiempo. Le clava el cuchillo en un ojo hasta la empuñadura. Los movimientos cesan al momento.

Sin perder tiempo, Hosni trata de acercarse más a la criatura. Su olor se hace presente. Es una variante dulzona y penetrante de la muerte. Está acostumbrado. En Palestina ha tenido que retirar de la calle a muchos amigos muertos desde hacía días porque los francotiradores se entretenían haciendo prácticas de tiro con quien osase acercarse de primeras.

Encuentra la identificación de la chaquetilla. Pone «Sergio Adúriz».

—Joder… Increíble —resopla Hosni. Ahora solo espera que sea el Sergio que andaban buscando y que no llevase la llave magnética en los pantalones.

Su plegaria parece haber surtido efecto. La lleva al cuello. Parece una tarjeta con banda, pero más gruesa que las de crédito. La arranca de la cadenilla sin pensárselo y se la guarda en el chaleco, cerrando el bolsillo de cremallera. Ahora solo queda lo más fácil, piensa con ironía: volver a lugar seguro.

Sale como puede e debajo del coche, que resulta ser una camioneta. En el proceso arrastra cristales rotos y todo tipo de desperdicios que han quedado tirados tras los primeros estallidos. Ha debido de hacer mucho ruido durante el forcejeo y la salida, y ha debido de estar demasiado concentrado en la tarea, porque nada más incorporarse, dos pellejos se le echan encima, presionándolo de espaldas contra la camioneta. Dos rezagados. A saber si hay más.

El palestino interpone instintivamente un brazo mientras que con el otro, armado con el cuchillo, lanza tajos que no acaban de ser certeros. La cinta americana de momento resiste las dentelladas de lo que parece haber sido un ejecutivo con sobrepeso. Ahora la camisa cuelga fuera de los pantalones, cubierta por una chaqueta raída, llena de manchas de sangre seca. La corbata apenas mantiene el nudo.

Detrás de él lo que fuera una niña intenta colarse para atacarle las zonas inferiores. Hosni sabe que en ese estrecho espacio solo tendrá una oportunidad si logra acabar con el ejecutivo lo antes posible.

Sin embargo, en uno de los tajos que lanza, algo se interpone en la trayectoria de la mano y el cuchillo cae en alguna parte del suelo, quizá bajo el vehículo. Si tenía pocas probabilidades de salir de esta, se le acaban de esfumar todas.

La adrenalina inunda su torrente sanguíneo y redobla esfuerzos por contener a los pellejos. Efectivamente, un tercero ataca por la derecha. Mientras esquiva a la niña como puede y contiene al ejecutivo, golpea con el codo al tercero, del que apenas distingue la silueta desgreñada. Sabe que las fuerzas acabarán por abandonarlo. Pero lo que teme es morir en medio de terribles sufrimientos. Ojalá alguien acabase con él rápidamente.

En ese momento, sus sentidos reparan en un nuevo sonido. Es más de lo que puede asimilar. Más de lo que podrá soportar. Es como un repiqueteo contra el suelo, rápido, como si algo no humano corriera por el suelo. Sea lo que sea, corre mucho y está cada vez más cerca.

Lo siguiente que ve Hosni es una mancha oscura pasar ante su campo visual entre guturales gruñidos. La niña reanimada ya no está. Le llega el ruido húmedo de una mandíbula arrancando músculos y tendones con una fiereza instintiva. Acto seguido oye dos golpes sordos. Nota cómo la sangre corrompida de los pellejos le salpica la cara. Instintivamente sella los labios y los ojos al tiempo que deja de respirar. Los pellejos se han convertido en sacos inertes que caen al suelo y casi lo llevan a él con ellos.

Se hace el silencio, solo roto por los jadeos de Hosni y el llanto solícito de un perro. El animal surge de las sombras y se encarama sobre el pecho de Hosni, meneando el rabo como un cachorrillo.

—¿Neo? —logra decir—. Gracias a…

Lo abraza con fuerza, transmitiendo al animal su profundo agradecimiento. Este trata de chuparle la cara y hundir su hocico en todos los recovecos que encuentra. Hosni le rasca detrás de las orejas y mira al frente. Entonces lo ve.

—Haces mucho ruido. Pareces nuevo —le dice Anton con su habitual efusividad, barriendo el perímetro con una pistola con silenciador. El cañón aún humea.

—Joder, tío, ¡gracias! —susurra Hosni, incapaz de quitarse de encima a Neo—. Creí que no lo contaba. ¿Qué coño haces aquí?

—¿Dónde está mi padre?

La voz procede de detrás del corpulento eslavo. Clara se asoma por un lado con la misma cara de pocos amigos que si padre.

—Creo que sé cómo llegar hasta él —dice el palestino, claramente aliviado y ajustándose la kufiyya al cuello—. Por ahí —señala hacia la calle desde cuyo fondo se oyen los pasos arrastrados.

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