viernes, 21 de marzo de 2014

1x05: Al otro lado del túnel


(3.059 palabras)

La autovía es como la instantánea de un río de otro planeta. Asfalto agrietado por los embates de la naturaleza que se abre paso y aflora por doquier que comparte espacio con las carcasas huecas de todo tipo de vehículos, receptáculos de esperanza para miles de personas que enseguida se convirtieron en trampas mortales. Es difícil moverse por ahí a menos que lo hagas a pie o en la Super Glide II de Tomás, que ronronea en la retaguardia, avanzando despacio, sin perder de vista a quienes llevan el peso de la cacería.

Han salido por la barricada de la incorporación de la M-30 y se han adentrado en dirección noroeste, bordeando el parque del barrio que el señor Sebastián y su esposa han convertido en el campo de cultivo y granero de la comunidad, invernadero improvisado incluido. De hecho, el señor Tomás y Vicenta han hecho una pausa en sus labores agrícolas para contemplar al grupo con gesto severo. Emilio les lanza una sonrisa que sabe que no verán, pero él sí ve cómo Vicenta se santigua discretamente. Sus días de creyente pasaron a la historia, pero aun así espera no tener que necesitar la intercesión del Todopoderoso.


El que abre la marcha es Anton Bakurovich, equipado como si hubiese salido de una película de Hollywood. Va vestido completamente de negro, con pantalones de campaña llenos de bolsillos donde oculta un pequeño arsenal, jersey de lana con refuerzos en los hombros y los codos, chaleco multiusos con compartimentos para cargadores e incluso granadas, guantes y gafas de tirador y un gorro de lana. Coderas, rodilleras, botas reforzadas y subfusil rematan el conjunto de quien probablemente sea el miembro más experto en combate del barrio y, sin embargo, el más ajeno a este. Solo Anton y Emilio (y puede que Rosa) saben por qué esa mole silenciosa tiene todos esos juguetes y sigue allí a pesar de su relativa autosuficiencia.

Mientras avanza, Anton peina la vanguardia con el arma con silenciador. Emilio porta otro que en su día arrebató a un policía muerto. De hecho, en cierto modo el barrio le debe a Anton el contar con un pequeño arsenal que solo se usa en casos excepcionales. Carlo y Hosni, que cubren los laterales conforme avanzan, llevan su equipo de recolector de serie, yugos incluidos y todo tipo de armas contundentes para actuar con discreción. Todos, en mayor o menor medida, han reforzado con cinta americana negra las partes más susceptibles de atraer los mordiscos de un pellejo, sobre todo miembros, cuello y articulaciones. La ropa gruesa hace el resto. Hincar el diente no es tan fácil como parece.

«Un pellejo vivo es una variable imprevisible» —recita Carlo con la musicalidad característica de su voz—. ¿Quién cojones habla así?

—Rosa es una mujer muy leída —dice Emilio sin dejar de mirar su zona—. No te metas con ella.

—A lo mejor si lees alguno de sus libros… —ríe Hosni, sopesando constantemente una de las piedras que ha extraído del saquito que cuelga de su cinturón. Son todas de tamaño y peso similar, escogidas cuidadosamente antes de salir.

—¡Ja! —responde Carlo con un chasquido de la lengua—. Dejé de leer cuando aprendí que se puede hacer dinero fácil a costa de los que leen menos que yo —ríe—. Que no son pocos.

—Para lo que te sirve ahora —murmura Hosni.

Carlo desvía un momento la mirada hacia su amigo palestino y le dice:

—Pues para lo mismo que te sirvió a ti el curso de fisioterapia que empezaste para escapar de la tienda de frutos secos del barrio, cazzo.

Hosni amaga con arrojarle una piedra y los dos ríen.

Emilio nota que Anton gira la cabeza casi imperceptiblemente, como si la cháchara los distrajese de su concentración.

—Cerrad la boca, que no estamos de excursión, joder.

Carlo se encoge de hombros.

Anton levanta un puño en el aire y todos se detienen en seco. No muy lejos, de la amalgama de vehículos desahuciados, algunos calcinados hasta el esqueleto metálico, sobresale un autobús interurbano cruzado entre dos carriles. Las ventanas están sucias, pero Anton cree haber visto algo dentro. Emilio se pone a su altura y escruta el vehículo con los prismáticos. Hosni y Carlo vigilan para que no les sorprenda nadie. Tomás detiene la moto en retaguardia y abre bien los ojos. El suave ronroneo de su Harley se antoja como un cañón de repetición en el sepulcral silencio de la M-30.

—¿Qué has visto? —pregunta Emilio.

—Que puertas cerradas —responde el serbio en un castellano limitado—. Si ocupantes escapan, no creo que pierden tiempo en cerrar puertas.

Emilio entiende perfectamente. El autobús podría estar lleno de pellejos. A medida que se acercan con paso cauteloso, comprueban que algunas de las ventanillas están manchadas de chorros negros de sangre reseca. Alguien debió de darse un festín ahí dentro. La tensión es máxima. Emilio y Anton rodean el autobús por los flancos, seguidos por los demás, que no paran de mirar todo lo que les rodea. Una alternativa sería forzar alguna de las ventanillas o la propia puerta para intentar sacar alguno, pero es demasiado arriesgado. No saben cuántos hay ni si se abalanzarán sobre ellos tan pronto den el primer golpe. Emilio prefiere dar con un pellejo aislado. No quiere tener que lamentar nada.

La mayoría de los coches están vacíos, pero algunos tienen cadáveres dentro. Todos están chamuscados, como las carcasas metálicas a las que están pegados. Allí no hay nada que les sirva.

Siguen avanzando, extrañados por la escasa presencia de pellejos en la zona.

—Va a ser verdad —dice Hosni tras un largo rato de silencio.

Carlo lo mira con una expresión que pretende animarle a desarrollar su hilo de pensamiento.

—Digo que a lo mejor es verdad que, cuando empieza a hacer frío, los pellejos bajan el ritmo. No sé, es como si hibernasen, o algo.

—La virgen —musita el italiano—. Yo no me meto en otra ratonera para darle el gustito a la doctora. Bastante mal lo pasé la otra vez con una anciana en silla de ruedas.

—No es descabellado —comenta Emilio, que no pierde vista de la zona que debe cubrir—. Será como los osos o las ardillas, que en invierno les entra el empanamiento. Deberíamos poder aprovecharlo y hacer más salidas mientras están de siesta…

—Eso no lo sabemos, Emilio, no te me hagas ahora el crédulo —protesta Carlo.

—No. Pero cuando le llevemos uno a Hoffman, espero que nos dé alguna idea.

El barrio ha quedado atrás a la derecha. Ante ellos el cauce seco de vehículos abandonados sigue hasta perderse por la bifurcación entre la carretera de Colmenar y el túnel que va al barrio del Pilar. Anton se detiene y ladea un poco la cabeza para mirar de reojo a Emilio.

—¿Izquierda o derecha? —Donde la izquierda es seguir por Colmenar a cielo abierto y derecha es meterse en el corto túnel que va al barrio del Pilar.

Emilio observa las alternativas con los prismáticos. La carretera parece ser más de lo mismo, un paseo hacia delante sin meta fija. Se toma su tiempo para comprobar que no hay movimiento. Pasa a la derecha. El túnel se abre como un jirón de oscuridad encontraste con la luminosidad que impregna el cielo encapotado. No se ve nada, ni el movimiento ni la falta de él. Emilio resopla.

—No sé. ¿Anton?

El hombretón se encoge de hombros.

—Izquierda es alejarse demasiado en terreno inexplorado. Flancos estrechos, pero visibilidad. Derecha es cuello botella. No sabe si algo dentro. Las dos malas ideas. Tú decide.

—Hosni —llama Emilio, dale un toque al túnel.

«Dar un toque» es que Hosni haga lo que mejor supo aprender de niño en Palestina: arrojar piedras. Se adelanta mientras Emilio y Anton lo cubren con las armas. Cuando está a unos cinco metros por delante, hurga en su zurrón de las piedras y saca una. La sopesa u juega lanzándola en alto varias veces. Observa que hay una señal de tráfico a la derecha, cerca de la entrada del túnel. Coge aire y lo apresa en sus pulmones. Arma el brazo y lo suelta como un maganel mientras expulsa el aire. La piedra describe un arco en el aire y se va a estrellar en la señal de limitación de velocidad. ¡Pong! El ruido a lata resuena como un trueno que reverbera por doquier hasta perderse en la distancia.

Todos contienen el aliento con la vista clavada en la boca del túnel. Los segundos pesan, y cuando mudan en minutos, todos se permiten el lujo de relajar algunos músculos.

—Parece que no hay nada —dice Emilio.

—No sé qué me pone más nervioso —apunta Hosni, mirando de lado a Emilio—, que las calles estén llenas de pellejos o que parezca que se los ha llevado el viento. Yo…

Hosni nunca ha perdido la esperanza de volver a su casa, no muy alejada del barrio, pero en zona desconocida. La última vez que habló con su madre, estaba atrincherada en casa, con su hermana. La razón le dice que ha pasado demasiado tiempo para encontrarlas allí, que es una empresa fútil, pero su corazón quiere salir de toda duda viéndolo con sus propios ojos. Si no pudiera salvarlas, al menos encontraría alguna pista de su paradero, una nota quizá. Y, en el peor de los casos, daría fe de su muerte y dormiría sabiendo que se ha quedado solo.

—Ahora no, Hosni. —Emilio lee los pensamientos del palestino—. Comprendo que es tentador, pero ahora te necesito con la cabeza sobre los hombros. —Hace una pausa cuando ve lo que hay tras los ojos de Hosni: una pugna entre sus pasiones y su pragmatismo. Es como una presa con fugas que no aguantará durante mucho tiempo el torrente. Sabe que, cualquier mañana, se el barrio se despertará y Hosni ya no estará.

—Escucha —continúa tras suspirar—. Terminemos esto y comprobemos que la ciudad es transitable, al menos esta zona. Yo qué sé, a lo mejor los pellejos emigran como las aves.

Carlo deja escapar una risilla que más parece un bufido. Emilio lo mira de refilón, como a un crío que rompe la atmósfera de un momento adulto.

—Si vemos que hay posibilidades, te prometo que intentaremos encontrar una solución para lo de tu familia. Pero tenemos que hacerlo bien. No intentes ir solo, ¿de acuerdo?

Hosni guarda silencio durante un momento y finalmente asiente. Piensa que no ha de tardar mucho, ya que, conforme avanza el otoño y llega el invierno, los días se acortan y las incursiones pueden ser más peligrosas. Asiente.

—De acuerdo. Vamos a encontrar un pellejo y volvamos al barrio.

Emilio opta, contra todo pronóstico, por el túnel. Es corto y conduce a una zona urbana con muchos sitios donde buscar el botín ansiado. Pero tiene claro que, a la menor complicación, volverán sobre sus pasos.

Avanzan con cautela. Ahí dentro los coches están más apiñados. LA carretera forma una curva y se aprecia que mucha gente la tomó en su momento a más velocidad de la adecuada para atravesar el barrio del Pilar y enfilar la carretera de la Coruña. Las carrocerías arrugadas y chamuscadas hablan de accidentes en cadena, de gente atrapada en sus vehículos, abrasada viva, de agónicas fugas por ventanillas y de trampa mortal. A pesar del tiempo transcurrido, el olor es fuerte; una mezcla de calcinado y muerte. Lo curioso es que el desastre ha dado lugar a una barricada no intencionada. Eso puede explicar por qué hay tan pocos pellejos en esa zona. Pero ¿y al otro lado? Emilio posa la mano sobre el hombro de Anton y con un gesto mudo le dice que extreme la precaución.

Tomás sortea los obstáculos como puede con su montura de metal. En el túnel, los latidos del denso motor retumban como pequeñas explosiones, así que opta por apagarlo y empujar la moto. En un par de ocasiones, se ven obligados a buscar una ruta alternativa entre los coches apiñados para que quepa la moto. Linternas encendidas y manejadas con pulso nervioso, recorren cada recoveco antes de dar un paso. Los pellejos pueden estar en cualquier parte: debajo de los coches, en el interior, a tiro de ventanilla, tirados entre dos vehículos…

En cuanto llegan al otro extremo del túnel los ven. Son cuatro y están completamente quietos cerca del quitamiedos de la mediana. Los pellejos son un ingrediente más de la zona norte de Madrid que da la bienvenida a los supervivientes como un decorado ingente de apocalipsis y abandono. Los árboles de los paseos laterales han sembrado el suelo de hojas amarillas en diversos estadios de putrefacción. Las más recientes crujen sobre una cama mórbida que puede resultar escurridiza. A más de uno se le pasa por la cabeza que no es tan buena idea seguir adelante, pero ya están muy cerca del botín. Son solo cuatro. Pan comido.

Los edificios altos que se abren a ambos extremos de la carretera son característicos de esa zona, próspera y vital en su día, ahora convertidos en ataúdes gigantescos con ventanas negras que asoman como nichos al mundo, algunas de ellas con los rastros negros de incendios ahogados. En algunas de ellas cuelgan sábanas ajadas y sucias con mensajes de socorro. En comparación, el barrio parece un modelo de civilización; el oasis de vida que es.

Los cuatro pellejos son momias de piel apergaminada pegada al hueso y mirada ambarina. No se dan cuenta de que los humanos están allí hasta que salen del túnel y, quizá por el aroma a carne viva o por el ruido de las hojas bajo sus botas, se giran lentamente para mirar con esa terrible expresión de rabia póstuma que los distingue a todos. Algo se les enciende por dentro, como los sistemas de un mecanismo, y la reacción es casi la misma en los cuatro. Abren mucho los ojos, luego la boca, dejando ver unas cavernas resecas que empiezan a rezumar un fluido parecido a la saliva, pero más denso. Levantan los brazos y estiran las manos, provocando chasquidos en unas articulaciones que llevan demasiado tiempo inmóviles. Un paso titubeante, luego otro, y otro más. A medida que avanzan, van recobrando la soltura y se hacen menos torpes. El primero es un barrendero con el uniforme fosforescente al que le falta casi todo el costado, probablemente a manos de los pellejos que lo devoraron hasta hallarlo desapetecible. Le siguen una mujer con ropa de ejecutiva y otros dos hombres «jóvenes» con ropa deportiva. A los pobres diablos probablemente les sorprendió haciendo footing.

Anton da un paso adelante y se acomoda el subfusil al hombro. No pestañea, no piensa, solo actúa. Tap, tap, tap, tap. Un tiro limpio en cada cráneo. Daños mínimos. Dentro y fuera. Listos para la disección. Los cuerpos caen como muñecos de trapo. El orificio de salida deja escapar una sustancia viscosa, como si la sangre se hubiese vuelto petróleo.

Mientras Emilio, Anton y Hosni se adelantan para cubrir el perímetro, Tomás y Carlo deciden asegurar a la moto a la mujer porque es la que menos pesa.

—Joder, qué asco —dice Tomás mientras ayuda a su compañero a atar el cadáver a la grupa—. Nunca los había visto tan de cerca.

—Te acostumbras, tranquilo —dice Carlo, manejando las cuerdas de escalada con soltura, rodeando a la mujer como a un asado.

—Ni de puta coña. Quita, quita.

—Pues más te vale, ¿sabes?

***

—¿Vienes?

Carlo se ha quedado mirando a la recta que conduce hasta la plaza de los arcos, donde convergen Ginzo de Limia y la Avenida de la Ilustración. La voz de Emilio lo saca de su ensimismamiento.

—Emilio —le dice sin darse la vuelta—. ¿Sabes lo que hay allí?

Emilio vislumbra los arcos gigantes que dan su característico aspecto a la plaza. En coche se llegaba en un abrir y cerrar de ojos. A pie se antoja un mundo.

—No es buena idea —dice Emilio—. No tenemos coches para cargar.

—Aunque los tuviéramos, ¿crees que podríamos pasar por aquí con ellos? —indica Carlo, extendiendo los brazos por el silencioso atasco, como quien muestra una revelación imposible—. Es una oportunidad, lo sabes muy bien, ¿eh?

—Tenemos un trabajo que terminar.

—Lo podéis llevar vosotros. Hosni y yo podríamos echar un vistazo. Solo por fuera.

—No nos separaremos. ¿A qué viene arriesgarte así de golpe? Además, probablemente esté todo saqueado.

—No lo sabremos hasta verlo. Por experiencia, sé que siempre encuentras algo útil.

—No, ahora no. ¿Y cómo traerías algo hasta el barrio? ¿A peso?

—Seguro que quedan carritos.

Emilio sabe que Carlo tiene estos ramalazos de vez en cuando y es imposible hacerlo entrar en razón. Su cuerpo y su mente se han acostumbrado a la adrenalina de los deportes extremos que el apocalipsis no le ha supuesto disuasión, sino reconversión. Sabe que no puede convencer con palabras a ese terco italiano que parece tomarse a broma el fin del mundo. Solo lo parece, porque Emilio está convencido de que Carlo es una de las personas más cabales del barrio. De no ser así no diría:

—Joder, vale. Pero voy contigo.

—Y yo —interviene Hosni, que ha estado escuchando la conversación—. Con un poco de suerte te salvaré la vida y lo próximo será buscar a los míos.

Emilio pone los ojos en blanco antes de indicar a Anton que acompañe a Tomás hasta el barrio.

—Idea mala —opina el serbio—. Improvisado, sin información sobre terreno, mal equipado. Yo debería ir.

—No iremos todos. Tomás necesita que le cubran y no voy a dejar que estos dos vayan solos.

Anton se encoge de hombros.

—Estúpida forma de morir, pero yo respeto. Toma.

Le tiende el subfusil. Está seguro de que no lo va a necesitar de vuelta a casa. Y, de todos modos, tiene una pistola de reserva.

—Te lo devolveré —promete Emilio en un tonto empeño dramático.

—Tú ves mucha películas. —Se da la vuelta para enfilar el túnel con Tomás y añade—: Si tú no vuelve en doce horas, yo vuelvo. Tú suerte yo deuda contigo.

Emilio, Carlo y Hosni observan cómo sus dos compañeros se pierden en la negrura del túnel. Cuando se quedan solos, se vuelven hacia la plaza de los arcos.

—Vámonos de compras —dice Carlo con jovial musicalidad en la voz.

9 comentarios:

  1. No se ha publicado el comentario que tenía... no se que ha pasado.

    La estructura del texto me gusta, es ameno de leer aún con la extensión y la narración es fluida. El grupo decide meterse en una ratonera y las cosas han salido bastante bien, pero hay una cosa que no me ha quedado clara ¿el autobús ha sido revisado o han pasado del el tras verlo?

    Habrá que seguir leyendo...

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    1. El autobús no se ha revisado por temor a enfrentarse a una avalancha incontrolable. Prefieren pillar a unos cuantos dispersos y aislados.

      Personalmente no es el capítulo con el que más cómodo me haya sentido, quizá por no ser la opción que me pedía el cuerpo. De ahí lo interesante del ejercicio de poner en manos de los lectores el devenir de algunas encrucijadas. Al menos ha servido para conocer un poco más a los personajes.

      Creo que, en lo sucesivo, complicaré más las cosas para que no parezca que son los putos amos ;)

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  2. Me ha gustado mucho la narración, como van avanzando con cuidado y como deciden no arriesgarse con el autobús (en la típica película, serie o novela hubieran abierto la puerta fijo :P)

    Un detalle que me ha gustado mucho es de que sea en el Barrio del Pilar, viví allí durante un año y me imagino la zona abandonada y mola mucho... ¿Se arriesgarán a entrar en la Vaguada?

    Estoy deseando leer más :D

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    1. Te estaba esperando Isaías y la verdad es que no esperaba que te gustase tanto. Me puede mi propio criterio XD Pues está por ver lo que pasará, pero esto me sirve para separar líneas argumentales. Ahora tenemos a los que se van a la Vaguada (lo has sabido enseguida ;)), a los que vuelven al barrio y el propio barrio. A ver qué pasa :)

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    2. Me ha gustado, entre otras cosas, porque se escapa de lo habitual que se suele ver en autopistas y autobuses.

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  3. Buenas.

    Tras un tiempo lejos, vuelvo a retomar la lectura. Ojala publicases más a menudo ;D

    A mi también me ha gustado mucho el capítulo, no todo tienen que ser problemas y huidas apresuradas. La tensión del paseo por la autopista y el túnel está bien conseguida. Y me ha gustado el que el mercenario serbio se cargue a los 4 zombis sin pestañear, que al fin y al cabo es un profesional y lleva un arma de precisión. A ver cual es su historia con Emilio y de donde sale.

    Buen trabajo tio, a la espera del siguiente.

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    1. No, si al final me vais a convencer de que está bien XD Esto anima a seguir adelante. El ritmo se ha reducido porque me ha entrado un proyecto de curro y he de repartirme más, pero ya tengo ideas para el siguiente. Gracias por comentar ;)

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  4. Off-topic total.

    Te he nominado para uno de estos premios en cadena. No hace falta que realices todo el ritual si no quieres o no tienes tiempo, ¿vale? En este enlace comento un poco más.
    http://ashoggothontheroof.blogspot.com/2014/04/premios-cerveza-roleisticos-y-premio.html

    Un cordial saludo.

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    1. ¡Muchas gracias Tatiana! Te he contestado en tu blog también :D

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