miércoles, 7 de mayo de 2014

1x07: "¡Mierda, joder, mierda, joder!"


Para llegar al acceso más cercano hay que cruzar la avenida esquivando coches y obstáculos y bajar una pendiente amplia donde apenas hay nada con lo que cubrirse.

—¿De verdad no sería mejor por el parking? —pregunta Hosni con la mandíbula apretada. No le  convence el trayecto hasta la puerta de entrada.

—Aquello va a estar demasiado oscuro. Si hay pellejos y nos despistamos, la cagamos. No me arriesgo —declara Emilio, rascándose la barba. Siempre lo hace cuando está nervioso.

—Me parece justo —dice Carlo, quitándose la mochila y todo lo que pueda impedirle una carrera limpia—. Yo me adelanto hasta ver mejor la puerta. Solo me llevo el martillo. Vosotros me cubrís. Si la cosa está bien, os hago una señal y me seguís con mis cosas.

Emilio lo piensa un momento y asiente en silencio. Hosni le da una fuerte palmada en el hombro.

—Cuidado, tío.

—Siempre lo tengo.

Carlo respira hondo unas cuantas veces, como un buceador que está a punto de zambullirse, y sale disparado como una gacela sigilosa. Avanza a grandes zancadas sin hacer el menor ruido entre los coches. Se para y se agazapa cada pocos metros. Él nunca lo admitirá, pero es algo que ha aprendido de Rubio. El chaval es su maestro del sigilo, igual que Carlo es el acreedor de la vida que ahora disfruta el chico.

Cuesta no hacer ruido. En el imposible silencio de una ciudad antaño tan bulliciosa, ahora todo sirve para romper la paz. El roce de la ropa, el contacto de las suelas de goma contra el asfalto agrietado, la respiración, que, por leve que sea a veces puede suponer una desgracia. Los pellejos pueden ser muertos animados, quién sabe, pero lo cierto es que lo oyen, lo huelen, lo ven todo.

Carlo ha llegado a una furgoneta de mensajería blanca cruzada delante de un coche de policía con el que chocó en su día. Estira el cuello y luego lo esconde. Emilio sigue su línea visual y ve al grupo de pellejos por la izquierda, al borde de la plaza de los arcos. Se queda allí un momento para recuperar el aliento y calcular su siguiente movimiento. Ya ha rebasado la mediana; pronto podrá ver con claridad el terreno que le separa de la puerta del centro comercial.

Emilio observa cómo el italiano cuela la cabeza por la puerta semiabierta del coche de policía. A continuación saca del compartimento de la puerta una defensa extensible, ilegal en su momento, pero de uso bastante habitual entre las fuerzas del orden. La estira de una sacudida seca. Mira a sus compañeros y se encoge de hombros con una sonrisa traviesa dibujada en la cara, como quien se encuentra un billete de cincuenta en el suelo. Se guarda el martillo en el cinturón y se queda con la defensa. Emilio se lamenta. Una pistola o unas balas le hubiesen gustado más.

Carlo sigue avanzando con cautela, defensa en mano. Pasada la furgoneta sortea varios coches más y ve la acera. Hay un quiosco de prensa calcinado y un montón de cadáveres carbonizados en las inmediaciones. No se mueven. Más a la derecha, un pellejo permanece quieto, de espaldas él, al lado de un coche con el maletero abierto. Parece una estatua hecha de carne en descomposición. Su olor le precede. Carlo contiene el aliento y procura no hacer el mínimo ruido mientras se acerca por detrás. Aun así, cuando está a unos tres metros, algo enciente los músculos rasgados de la criatura, que empieza a temblar y chasquear las articulaciones. Es un hombre calvo con camisa azul, de las que llevan los conductores de autobuses. Mueve la cabeza espasmódicamente, como si husmease el aire. Se va dando la vuelta al tiempo que de su boca putrefacta se escapan unos gemidos lastimeros que hielan la sangre, porque ya no es voz lo que le sale. Es otra cosa.

El ser abre desmesuradamente los ojos ambarinos cuando divisa el posible bocado. Abre las fauces babeantes y estira los brazos justo antes de que Carlo le descargue en todo el cráneo la barra telescópica de metal. Un golpe descendente seco y el cráneo se abre casi de par en par como una sandía. El ser lanza un quejido ahogado y cae al suelo como un edificio demolido. Alrededor de la cabeza deformada se forma un charco negruzco y espeso. Carlo se tapa la boca y la nariz.

El italiano examina al ser. No le cabe duda de que es un conductor de la EMT a juzgar por el logotipo del bolsillo. Tiene la barriga y la cara hinchadas por la acumulación de fluidos. No le hace ascos a hurgarle en los bolsillos. Un paquete de tabaco y un mechero por un lado y varias monedas por otro. Desecha las monedas como si fuesen guijarros inútiles y se guarda el resto. Mira en derredor y comprueba que es seguro. Se vuelve hacia sus compañeros y les hace señas para que se acerquen.

—Parece que no hay muchos en la explanada —dice Carlo cuando sus compañeros lo alcanzan, agazapados todos detrás de un vehículo. Varios pellejos diseminados permanecen quietos como estatuas andrajosas. La ocasional brisa agita melenas y ropas sucias, lo único que delatan que no son esculturas provenientes de una mente insana.

Emilio evalúa la ruta de aproximación.

—No sabemos si la puerta está cerrada, y si hay que romper haríamos demasiado ruido.

Todos se quedan en silencio.

—Solo hay una forma de comprobarlo —concluye Carlo. Hosni asiente.

Los tres atraviesan la explanada, jalonada de hierbas crecidas y desechos de todo tipo, en formación de triángulo, procurando no dejar ningún ángulo sin cubrir. Se mueven con un sigilo adquirido por la experiencia. Los pellejos están demasiado lejos para olerlos o reparar en ellos; casi todos tienen la cabeza bajada, como si meditasen profundamente sobre su condición antinatural.

La puerta del centro comercial es de doble hoja y denso cristal. Algunos desperfectos revelan que alguien ha intentado romperlos, pero o no ha tenido tiempo para terminar el trabajo o no iba muy en serio. En el suelo hay charcos de sangre seca y algunos rastros que se pierden en varias direcciones a varios metros.

—Esto va a costar —dice Hosni, pasando la mano por la castigada superficie—. Estos cristales son a prueba de alunizaje, o sea, que nos haría falta un coche o mucho tiempo y nada de discreción.

—Mala idea —constata Carlo.

—Alguien ha debido de intentarlo antes. —Emilio pasa juguetea con la punta de la bota en el charco de sangre reseca.

Carlo acerca la cara al cristal y ahueca las manos alrededor de sus ojos para intentar ver el interior. No han bajado el cierre metálico, pero parece que alguien ha colocado una barricada improvisada al otro lado a base de barreras de seguridad y algunos muebles de peso.

—Parece que hay alguien en casa —musita.

Otro silencio.

—¿Es buena idea seguir adelante? —Hosni verbaliza una pregunta más para sí que para el mundo.

—Ya que estamos aquí… —responde Carlo.

Emilio cavila un instante y suelta un bufido.

—Por lo menos que haya merecido la pena. Pero, ¿cómo entramos? No creo que sea buena idea rodear toda la manzana en busca de una entrada menos complicada.

Carlo se aparta unos pasos de la entrada y mira hacia arriba. Comprueba que la superficie decorativa del centro comercial es ideal para la escalada. Él ha practicado superficies mucho más complicadas en la Sierra sin cuerda y esto se le antoja pan comido.

—Pásame la palanca —le dice a Hosni, quien se saca de la mochila una palanca metálica que delata un uso poco ortodoxo—. Voy a colarme por arriba.

—Serás… —suelta Hosni. Sabe que por todo el techo del centro comercial hay tragaluces acristalados que aportaban una estupenda luz natural cuando el mundo aún sabía de tiendas y domingos de cine y palomitas.

Carlo ya ha empezado a escalar la superficie del edificio. Ha optado por un lado escalonado con bancales de plantas trepadoras que se han ido de madre. Le servirán como apoyo. El italiano asciende como un gato y como si lo hubiera hecho mil veces antes. Se detiene ocasionalmente para calcular un salto y luego lo ejecuta con gran precisión.

Llegado a la azotea, Carlo avanza corriendo sobre el suelo de grava provocando más ruido del que le hubiese gustado. Por desgracia, el tragaluz más cercano a la puerta se adentra mucho en el centro comercial, pero no hay tiempo para pensar. El techo acristalado está intacto. Lo fácil sería romperlo con un par de golpes de palanca, pero eso no es nada aconsejable. El primer candado cede fácilmente a un giro de palanca. El segundo cuesta más, pero lo más complicado es la cerradura. Carlo mira a su alrededor impulsado por la costumbre y golpea la cerradura con la punta. Primero de tanteo, luego con fuerza más calculado. Se imagina que cada embate al mecanismo estalla en la ciudad como una pequeña explosión, se imagina a los pellejos levantando la cabeza y husmeando el aire en busca del origen, se imagina a una mosca agitándose frenéticamente a una telaraña mientras la araña asoma ante el prometedor bocado. Pero no puede desviarse en miedos imaginario. Contiene el aliento y lanza una descarga definitiva que destroza el mecanismo y libera la trampilla.

La escalerilla metálica que da al techo decorativo interior chirría quejumbrosa bajo su peso. Se detiene a medio camino para observar el panorama. La atmósfera está cargada. Se mezclan olores muy dispares: alimentos en descomposición, productos químicos, la rancia traza del aire que no se recicla y el inconfundible hedor de la muerte. Allí hay cadáveres; puede que no pellejos, pero la muerte ha visitado aquel lugar. Solo ahora Carlo piensa si ha sido tan buena idea insistir en explorar el centro comercial.

Por lo demás, el lugar parece desierto. Las galerías, antaño atestadas de gente, ahora presentan un aspecto funesto y descuidado. Algunos tragaluces están rotos y las aves se han colado en el interior, llenando el lugar de olor de sus excrementos. Los destartalados puestos de información y venta de fundas para móviles son islotes desiertos de morboso recuerdo. La mayoría de locales tienen el cierre echado, pero otros están abiertos, muchos de ellos con muestras de haber sido saqueados. Carlo comprueba con cierta desazón que hay manchas de sangre por aquí y por allí, en paredes y suelos. Lo que una vez fue blanco hoy es algo sucio, viejo, mohoso.

El italiano baja lentamente hasta una pasarela superior y busca la forma de llegar al suelo. Cuando llega, su sentido de la orientación le indica dónde está la entrada. Se encuentra en alto y a ella se accede mediante unas escaleras mecánicas que ahora permanecen mudas. Arriba, junto a las escaleras, hay una montaña de obstáculos. La barricada que han visto desde fuera. Tendrá que sudar para abrir el acceso.

Para subir pasa junto a una farmacia que parece una cueva. La cruz verde está hecha añicos. Por el rabillo del ojo cree ver algo dentro, un movimiento casi imperceptible, e inmediatamente se queda quieto. Observa la puerta de la farmacia. Parece cerrada, pero no sabe si con llave. Quizá la tensión le está jugando una mala pasada. Sube a grandes zancadas la escalera y empieza a quitar cosa de la puerta. Al otro lado, Hosni y Emilio aguardan mirando en todas direcciones. No hay moros en la costa.

Carlo gana velocidad a medida que va abriéndose paso entre la montonera de objetos, pero eso provoca que una papelera salga rodando y caiga por la escalera metálica con un insistente estruendo hasta llegar al suelo más abajo y seguir rodando, desparramando su contenido por el trayecto, hasta detenerse. Carlo lanza todas las maldiciones que conoce en su idioma natal mientras contiene el aliento. Desde su posición ya no ve la farmacia, pero está seguro de haber oído un ruido. Será mejor que se dé prisa.

Por fin emerge la puerta, que no parece estar asegurada con cadenas o candados. Alguien tuvo tiempo de amontonar la barricada, pero no la prudencia, o el material necesario, para asegurar la puerta. Cuando Carlo la abre, sus compañeros se apresuran a entrar y la cierran tras de sí. Repiten la maniobra a la inversa, colocando objetos contundentes para que nadie pueda entrar fácilmente, pero pensando en una posible huída apresurada. No son conscientes del ruido que han hecho.

—Oh, oh… —oyen decir a Hosni. El palestino está mirando hacia atrás, al pie de la escalera, donde un pellejo con una bata que una vez fue blanca los observa con mirada asesina. Ya ha extendido los brazos y se dispone a subir la escalera, pero tropieza en el segundo peldaño y empieza a agitar los miembros una vez caído.

—Pues sí que había farmacéutico —murmura Carlo, que baja de dos zancadas y clava la barra metálica en el cráneo del monstruo, inmovilizándolo definitivamente—. Toma —se la lanza de vuelta a Hosni—, ya no la necesito.

El palestino lo mira con gesto torcido mientras sostiene la barra con restos de sesos.

—Mierda, joder, mierda, joder… —oyen decir a Emilio desde la puerta—. ¡Vienen!


En efecto, los pellejos diseminados por los alrededores parecen haberse percatado de alguna manera de la presencia de los intrusos y se han activado para encaminar sus erráticos pasos hacia la entrada. Carlo se ve sacudido por una idea agazapada en su mente. Eso lo ha visto antes y, poco a poco, sus temores subconscientes van aflorando a la superficie racional. Cuando llega a una desdibujada conclusión empírica que requeriría de un momento más de reflexión para revelarse en su plenitud, el centro comercial parece desperezarse en un lento crescendo de chasquidos, golpes, ruidos puertas abriéndose y pasos.

4 comentarios:

  1. Comienza el baile.
    Me gusta el ritmo sostenido y las acciones justas. No conozco el centro comercial pero no me ha costado mucho hacerme una idea de la situación.

    Mola, ahora a ver qué ocurre...

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    1. Gracias, Sergio. Sí, el ritmo es uno de los factores que creo determinantes en VIVOS. Pretende ser una narración directa, con pocas florituras, que transmita la esencia de una supervivencia dura y áspera. Seguimos en contacto ;)

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  2. La forma en que van encadenando sus acciones, el cuidado que tienen en todo momento salvo cuando ya están dentro que cometen el error de hacer ruido y ese momento final en que se dan cuenta que se acaban de meter en una trampa mortal. Todo Genial.

    Yo si que me conozco más o menos la vaguada y eso hace que me oriente bastante bien con lo que vas describiendo. Ganas de seguir leyendo

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    1. Ay, Isaías, qué te voy a contar. Poder visualizar el entorno es lo mejor, no solo para quien lee, sino para quien escribe. Compruebo que elaborar en entornos que uno conoce es muy interesantes de cara a la experiencia global. Y ahora, a ver cómo salen de ahí... si salen ;)

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