miércoles, 26 de abril de 2017

1x11: Conversaciones inacabadas


Llaman a la puerta. Rosa acude de mala gana mientras se ata la cinta de la bata apresuradamente. Llaman con insistencia. Rosa teme que haya pasado algo y traga saliva, tratando de encontrar el temple de líder allí donde lo dejara, antes de descorrer el cerrojo y abrir la puerta. El corazón pega un brinco con cada nueva sucesión de porrazos.

—Ya va, ya va —trata de apaciguar al impaciente que hay al otro lado de la puerta. Observa por la mirilla que es Clara. No parece muy contenta.

—¡Ese puto italiano se cree que los demás están para jugar a sus juegos! —restalla Clara entrando en la casa de Rosa sin casi mirarla. Ya en el salón, se da la vuelta y sigue—: Si vuelve vivo, juro que lo mato.

—Hola a ti también —dice Rosa, recomponiéndose como puede. Echa una mirada furtiva a la puerta entreabierta de su habitación antes de cerrar la del piso y echar el cerrojo de nuevo. Cuando vuelve a mirar, la puerta de la habitación está cerrada. Suspira imperceptiblemente.

Hace un poco de frío, ya que la estufa de queroseno está apagada. Clara no lo nota porque va con el plumas puesto y tampoco repara en que las mejillas de Rosa están sonrosadas a pesar de todo. Está claro que le domina un  frenesí irracional que le recuerda al Emilio de hace décadas.

—Cálmate y dime qué pasa.



Se sienta en un sillón e invita a Clara a hacer lo propio con un gesto de la mano. Esta no hace caso y explica lo que le acaba de contar Tomás. A medida que escucha, en Rosa crece un desasosiego que solo la experiencia de los años disimula. Se ve reflejada en la joven que tiene delante, pero sabe que nadie gana nada si las dos exhiben su alarma. En el caso de Rosa, también hay un poco de indignación. Como mujer de orden que es, le desagrada mucho que los planes se alteren por capricho. Entiende las fuerzas mayores y es la primera que aboga por la adaptación a las nuevas circunstancias. Pero en este caso, nadie ha obligado a Emilio a emprender la exploración de un centro comercial inexplorado. Una temeridad que puede costarles caro a sus protagonistas y, por extensión, al barrio.

Cuando Clara ha terminado de desahogarse, se hace un breve, pero pesado, silencio en el salón en penumbra. La joven remata:

—Me voy con Neo a buscarlos. Solo quería que lo supieras.

Rosa levanta la vista con una mirada dura tras las gafas.

—No, chica. No vamos a arreglar el error de tu padre cometiendo otro igual. Las cosas se hacen bien, o no se hacen.

—Pero…

El dedo levantado de Rosa contiene el incendio que rebosa en los ojos de Clara. Espera poder aguantarlo el tiempo suficiente para disuadirla.

—No hay peros —decreta Rosa—. No vamos a quedarnos de brazos cruzados, pero tampoco iremos mandando gente en cuentagotas como si tal cosa. Voy a convocar la Asamblea y lo hablaremos en menos de las dos horas que me has dicho. Si salimos, lo haremos con todas las garantías. No pienso improvisar en eso.

En realidad, la vaguedad es lo que impera en las palabras de Rosa, pero el aplomo con el que las pronuncia parece anular el espíritu de resistencia de Clara. En cierto momento, la antigua bibliotecaria es consciente de ello y se relaja por dentro.

—Ahora vete —apremia Rosa, levantándose—. Dile a Rubén que mande a los mensajeros en busca de la gente. Nos reunimos en el economato en media hora.

Clara parece convencida. Titubea un poco al principio, pero enseguida sus piernas obedecen a su cerebro y sale por la puerta. Rosa cierra la puerta tras ella, manteniendo una mano apoyada en la superficie de madera. Cierra los ojos un momento, mientras el sonido de los pasos de Clara escalera abajo se van apagando. Odia que la vida no le permita disfrutar de las pequeñas licencias que se permite. Se pregunta si no sería mejor ceder la responsabilidad a otro.

Se dirige a la puerta de la habitación. La cálida luz de la estufa de queroseno y la tibia atmósfera le dan la bienvenida. Pero lo que más le compensa por los fríos momentos de decisión es la persona que yace en su cama semidesnuda.

María, su mano derecha y principal apoyo en la organización del economato, la mira con una actitud que no sabe definir. Hay preocupación, pero también censura. Se quita la bata y se acurruca junto a ella. Solo con María se permite mostrarse vulnerable.

—Tengo media hora —dice.

—Ya lo he oído —responde María, acariciándole el pelo. Suspira—. Las manías de ese italiano ya empiezan a hartar. Lo que no entiendo es por qué Emilio siempre le hace caso.

—Carlo es bueno. Gracias a él hemos recuperado muchas cosas para el barrio.

—Sí, pero a base de temeridades —protesta María, echando la mano a la mesilla para coger un cigarrillo empezado. Lo enciende, da una profunda calada, como si saborease un almuerzo delicioso, y prosigue soltando humo entre palabras—: ¿Cuánto podemos depender de la buena suerte? El éxito que hayas podido tener no te va a salvar de una cagada. Una cagada te puede mandar a la tumba.

De repente, Rosa se siente culpable por confiar en Carlo y su grupo. Pero la sensación de incomodidad que le produce María al colocarla en esa tesitura la irrita aún más. Y, por si fuera poco, le frustra haber pasado del abandono sexual a esta situación donde, por alguna razón, parece que debiera justificar algo ante su amante. No cree merecerse ese escrutinio. María, más que nadie por compartir mucho tiempo con ella, debería saber que no es fácil tomar decisiones cuando la catástrofe acecha a la vuelta de la esquina. Piensa que ella sería más generosa con las tribulaciones ajenas y recuerda, como si su mente se rebelase por fin ante una injusticia tapada por los sentimientos, que no es la primera vez que María le aprieta las tuercas.

Rueda por la cama y se sienta en el borde, dando la espalda a María. Silencio.

—¿Y qué quieres que haga? —inquiere Rosa al fin—. No soy su madre.

—No, pero eres quien manda —responde María—. Esto va más allá de una riña.

—Te equivocas —discrepa, girando la cabeza para mirarla de soslayo, poco convencida de lo que acaba de decir, y mucho menos aún de lo que añade—: Manda la Asamblea.

—Si con decirlo te lo vas a creer más… Todo el mundo sabe que tú tienes la voz cantante. Todos recurren a ti cuando hay problemas. No convocan a la Asamblea.

«¿Y por eso te metes en mi cama?», se pregunta Rosa con un nudo creciente en la garganta. ¿Cómo han llegado a esto tan de repente?

—No me has contestado a la pregunta. —Rosa vuelve a clavar la vista al frente, apretando la mandíbula—. ¿Qué harías en mi lugar?

—Pondría disciplina —dice María, descargando la ceniza en el cenicero de la mesilla—. Unas normes más  estrictas. El que no las cumpla, se va.

En el rostro de Rosa se dibuja una expresión de sorpresa. Está descolocada y agradece estar de espaldas a su amante. De repente es como si no conociese a la mujer con la que comparte lecho. Entiende que el estrés puede minar el carácter de cualquiera, pero las entrañas le dicen que es como si hubiese estado luciendo una careta en todo momento y solamente ahora saliese a la luz su verdadera personalidad. No le gusta lo que oye. Se siente ante una extraña. Literalmente desnuda ante una extraña.

—¿Así de fácil? ¿Empezamos a desterrar a los que no nos guste cómo hacen las cosas independientemente de los resultados?

Nota el bamboleo de la cama cuando María se desplaza hasta sentarse a su lado. Su mirada es decidida. Casi no la reconoce.

—Sí —dice con suma naturalidad—. Si los actos de algunos ponen en peligro al barrio, se les destierra.

Rosa recupera la compostura y se levanta para dirigirse hacia la silla sobre la cual está amontonada su ropa.

—No sabes lo que dices. —Hace una pausa mientras se pone los pantalones. Algo arde en el interior de María contra Emilio y no está segura de querer saberlo. Pero empieza a ver que si las diferencias personales prenden hasta el punto de hablar de destierro, el barrio puede desintegrarse—. Si empezamos así, acabamos convirtiendo esto en… Algo que no es —dice—. Además, no sabemos si ha pasado algo que nos pueda afectar a todos. No te precipites.

Le sorprende la mansedumbre con la que ha respondido a su amante. Sabe que, de ser otra persona, su tono hubiese sido más duro y tajante. El barrio no es una cárcel, ni un feudo. Es la cooperación que brota cuando todo está en contra. Es lo más parecido a un sueño hecho realidad para ella, un paréntesis en la barbarie que asola el mundo, aunque sea tras una endebles barricadas de hierros y desechos. El equilibrio es tan delicado que cualquier cambio brusco puede echarlo todo abajo como un castillo de naipes. Ahora entiende que María le está obligando, puede que sin saberlo, a elegir entre ella y el barrio.

Se reprende por dentro por no saber ser más firme con María. Y eso le hace plantearse cosas. Cosas que no le gustan y que le hacen tener que entrar a su trapo  y elegir entre la felicidad personal y el bien de todos. Siente un escalofrío al pensar cómo sería el barrio si María estuviese al mando. Y ese pensamiento que mana de su subconsciente desencadena otra alarma: en el fondo, María tiene razón: ella manda en el barrio. Solo el autoengaño o un exceso de humildad la ha mantenido ajena a tal hecho.

Termina de vestirse y se da la vuelta para mirar a María.

—Si Emilio te cae mal por algo, resuélvelo con él, pero no pongas al barrio de por medio —zanja—. Él y su grupo son los mejores recolectores que tenemos. Las medidas de seguridad que ha puesto en marcha permiten que durmamos algo por las noches —le señala el cigarrillo casi consumido en su mano— y gracias a sus incursiones en el exterior tú puedes seguir fumando de vez en cuando. No hace falta que vengas.

Sale de la habitación. Cuando se oye el portazo de fuera, la que se queda sentada en el  borde de la cama con las mandíbulas apretadas es María.

***

Rosa camina arrebujada en su abrigo y en sus aún agitados pensamientos. El débil sol ya proyecta las largas sombras en las calles del barrio que preceden a la noche. Sus pasos resuenan en el silencio. Al llegar al economato, comprueba que ya hay varias personas reunidas. Clara se ha dado prisa en convocar a la gente. De hecho, no la ve entre los congregados. Debe de estar llamando a los que faltan, repartiéndose el trabajo con Rubén.

Al reunirse con el grupo, intercambia saludos y entra primero en el antiguo supermercado, donde la recibe el pequeño retén de guardias. Los demás la siguen en lenta procesión. Todos van formando un círculo alrededor de una mesa con una lámpara de gas. Finalmente llega Clara, acompañada de los que faltaban. Rosa echa un cálculo rápido y comprueba que hay cuórum suficiente para tomar una decisión en nombre del barrio. De hecho, hay algunos más de lo habitual: una docena.

—Os he convocado aquí para debatir los últimos acontecimientos relacionados con el grupo de recolectores de Emilio y Carlo —comienza tras aclararse la garganta—. Al parecer, el grupo que partió hace horas para traer un pellejo muerto —hizo hincapié en esta palabra— se ha dividido. Algunos han vuelto conforme a lo planeado, pero Hosni, Emilio y Carlo se han quedado para explorar el centro comercial de La Vaguada.

Se producen murmullos. Todos son conscientes del peligro que entraña eso.

—Ya habrá tiempo de tratar las consecuencias —prosigue Rosa, consciente de las protestas de algunos que piensan como María, aunque con menos vehemencia—. Ahora tenemos que decidir si esperar a que vuelvan o enviar a alguien por si la situación en el centro comercial es peligrosa. Primero votaremos qué hacer y después acordaremos quién…

—¡Eh! ¡Gente! ¡Gente!

La aguda voz de Rubio interrumpe la Asamblea, colándose desde la calle. Los presentes se apartan para formar un pasillo que desemboca en la puerta abierta del economato. Rubio llega corriendo desde el fondo de la calle. Murmullos. ¿Hay una fuga de pellejos?

Rosa traga saliva mientras los vecinos armados empuñan lo que tienen a mano con fuerza, listos para salir corriendo en cualquier dirección.

—¡Qué bien que estéis ya reunidos! —resopla Rubio apoyando las manos en las rodillas para recuperar el aliento—. Óscar ha captado algo… En la azotea… La radio.

Los murmullos se incrementan y luego casi cesan del todo. Las miradas están puestas en Rosa. Esta recuerda las palabras de María sobre su figura de mando y nota un infinito peso sobre los hombros. A fin de cuentas, los seres humanos necesitan líderes para sentirse seguros y, en buena medida, para descargar sus responsabilidades a pesar de figuras como la Asamblea.

—¿Qué ha captado? —inquiere Rosa, consciente de que los acontecimientos empiezan a precipitarse. No sabe si podrá pensar con la claridad necesaria. Es en ese momento en el que se da cuenta de que Su lugarteniente natural es Emilio, y Emilio no está. María diría que es un competidor por el puesto, el viejo macho alfa. Pero Rosa no sabe si María tiene un problema con Emilio en particular o con los hombres en general. Se sacude esos pensamientos de la cabeza para escuchar la respuesta de Rubio.

—No me lo ha dicho. Solo sé que hablan francés. ¡Dice que vaya alguien enseguida!

Rosa se abre paso entre los presentes, que parecen entender que el asunto merece atención. Se topa con Clara que solo puede decir:

—Pero…

—Ahora no, Clara. Todo a su tiempo. Vuelvo enseguida.

***

Rubio parece llevar mejor que Rosa lo de correr y subir escaleras. Cuando llega a la azotea, a la antigua bibliotecaria aún le quedan dos pisos por ascender. Una vez arriba, se encuentra a los dos jóvenes inclinados sobre la radio. Óscar se mantiene atento a los auriculares, con un bolígrafo listo sobre un bloc de notas lleno de garabatos.

—¿Qué has oído? —le dice Rosa con la respiración acelerada.

Óscar se quita el receptor de una de las orejas y repasa las notas sin apenas alzar la vista.

—Bueno, he oído dos voces de hombre. Hablaban en francés. Una de ellas se ha identificado como… Gladio 1 y llamaba a Gladio 3, creo. Las interferencias no me han dejado oír mucho, pero me ha dado la sensación de que Gladio 1 pedía informe de situación a 3. A este le escuchaba mejor, pero no parecía estar muy en forma. Es como si tuviese sueño…

—O se estuviese muriendo —interrumpe Rubio.

—O eso… Sí.

—¿Situación sobre qué? —interviene Rosa.

—No lo sé —responde Óscar—. Creo que 3 buscaba algo en un hospital de Madrid, pero no parece que lo haya encontrado. Capté palabras como «bajas», «imprevisto» y «plagado». Gladio 1 repetía que estaban en camino, pero 3 ha dejado de responder a pesar de la insistencia de 1. Luego ha habido interferencias y se ha cortado.

Rosa intenta digerir la escueta pero tremenda información. Y si hacía un momento echaba de menos a Emilio, ahora siente urgencia por que regrese.

—Wow, es como rollo militar, ¿no? —salta Rubio, emocionado.

Militares franceses, piensa Rosa, tomando el bloc de notas de Óscar y repasando los garabatos con gesto automático. Pero están muy lejos de casa. ¿Qué hacen en España?, se pregunta. Si la radio ha conseguido captarlos, es que no deben de andar lejos. No están solos.

Rosa creía que, al oír noticia de otros supervivientes, militares organizados para más señas, se pondría más contenta, pero lo que siente es preocupación. Ahora comprende, o cree comprender, las precauciones de Emilio en ese sentido. Puede que sean militares, con órdenes y un objetivo. Pero también pueden ser hombres que han sobrevivido conservando solamente el equipamiento y la disciplina, y prescindiendo de la vocación. Depredadores armados lejos de casa en busca de medrar a costa de otros más débiles. El barrio no podría contra eso.

—Hay que ponerse en lo peor —se dice en voz baja.

—¿Qué? —preguntan Rubio y Óscar casi al unísono.

—Nada —responde ella—. Óscar, ¿decías que la voz que supuestamente estaba en el hospital de Madrid se oía con más nitidez?

—Sí, con toda seguridad —responde el chaval.

No hay respuesta por parte de la mujer. Rubio y él notan que tiene la mirada clavada en el horizonte, el gesto tenso y los ojos bien abiertos. Siguen el vector de su mirada y llegan hasta la imponente torre circular del Hospital de La Paz. Al fin y al cabo es un hospital de Madrid y está lo bastante cerca como para que una emisión de radio desde él se capte con mayor nitidez.

2 comentarios:

  1. Una cosa, no se si me he liado o en la frase "Ahora entiende que Rosa le está obligando..." debería ser María en vez de Rosa, ¿o no?
    A parte de eso, interesante. La autoridad no buscada, es una situación que suele surgir en grupos así, la cuestión es : si el contrapunto es Emilio y no vuelve ¿qué va a pasar con Rosa?

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    1. Muchas gracias Sergio, el error está subsanado. En efecto, tenía ganas de empezar a explorar las relaciones interpersonales de los personajes. Las balsas de aceite son el peor enemigo de cualquier relato, ya que la vida misma es conflicto y el conflicto la mueve hacia delante. Yo mismo no sé qué será de ellos, pero alguna idea ya vislumbro.

      Muchas gracias por comentar por aquí ;)

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