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Antes de emprender una incursión, los recolectores se toman
un tiempo para meditar. No es como salir de casa un día cualquiera, a sabiendas
de que volverás a las diez horas. Los «días
cualquiera» se han
extinguido como las certezas intrínsecas de la civilización. En momentos como éste, te subes a la
barricada exterior y te permites un último momento de intimidad. Si eres
creyente, invitas a tu dios a compartir contigo la amalgama de sensaciones
agridulces que te embargan antes de
dejarte en manos de un mundo que solo ansía tu aniquilación. Por un
lado, no sabes si volverás, pero por el otro te cuesta resistirte a la
excitación del reencuentro de tu cerebro más primitivo y la supervivencia
pura. Aunque, eso sí, tienes que estar hecho de cierta pasta.
Es curiosa la pérfida belleza de un mundo
desprovisto de seres humanos. La naturaleza no tarda casi nada en ponerse manos
a la obra para borrar las cicatrices que ha dejado el hombre a su paso. Los
árboles y los setos crecen descontrolados. El asfalto y las aceras se van
agrietando poco a poco ante el empuje de raíces y hierbas, las alcantarillas
que ya no tragan permiten la proliferación de pequeños lagos donde antes había
plazas y parques. El aire ya no huele a contaminación y la brisa trae consigo
un reconfortante silencio salpicado del canto de las aves. Pero, a veces, también trae consigo el murmullo de alguna multitud no
muerta que se congrega en alguna parte de los alrededores, ululando al aire la
quejumbrosa tonada de su hambre insaciable. Son cosas que, al principio, te
quitan el sueño de cuajo, pero con las que aprendes a convivir.
Hosni ya lo sabe. De pequeño, le asustaba la llamada al rezo
del muecín a las cinco de la mañana. Era una voz taciturna que cantaba al aire
quieto, arrancándolo de sus sueños. No tardaba extenderse a las otras mezquitas
de su Gaza natal hasta abarcar todo el territorio, despertando a los fieles
para celebrar uno de sus cinco cónclaves diarios con Dios. Como decía su padre:
«si con cinco veces
al día que le molestamos ni se digna a escupirnos, que se vaya al infierno». No, Hosni no es
practicante, pero a algo hay que encomendarse. Respira hondo, consciente de que
en este mundo acabado cualquier inhalación puede ser la última. Al igual que
Carlo y Rubio, sabe que detrás queda el barrio, la comunidad, lo más parecido a
la seguridad, al hogar, a la vida normal. Delante, en contraste con el frágil
orden que se intenta mantener en el barrio, el mundo se presenta como un lienzo
salvaje, casi abstracto, casi bello, conformado de vestigios que invitan a la
nostalgia de algo que se ha ido para siempre.
Los coches, contenedores y demás mobiliario urbano que no se
ha empleado para nutrir las sucesivas barricadas que anteceden al acceso
permanecen donde se quedaron cuando triunfó el caos. Hay algunos
coches aparcados; otros permanecen silentes en medio de la calle principal que rodea
el barrio en un círculo imperfecto. La mayoría tienen las lunas y los
parabrisas destrozados, están sucios y la chapa empieza a acusar el desgaste de
la intemperie. Aquí, como en todas partes, la gente tuvo la infeliz idea de
subirse en ellos y colapsar las arterias de la ciudad. Firmaron su sentencia de
muerte. Hace tiempo que la gente del barrio ha recolectado todo lo que pudiera
ser de utilidad. Primero fueron los equipajes abandonados: sobre todo ropa de
abrigo y utensilios del día a día. La poca comida también hizo botín, primero
la perecedera, que es la primera que se consumió en tiempos. Desde que no hay
energía, solo valen las latas de conserva, lo que cazas, lo que cultivas y los
frutos que dan los árboles. Si tienes suerte, te haces con bolsas de frutos
secos que encuentras en algún camión de reparto volcado o galletas en la
alacena de alguna de las mil cocinas que aún esperan ser exploradas. Buenas
calorías. Los dos supermercados del barrio han sido saqueados. Afortunadamente
uno de ellos quedó en la zona limpia y ahora sirve de economato. Lo lleva Rosa
con mano firme.
Hosni y Carlo son los mejores recolectores y llevan al mejor
mensajero con ellos. Cuando salen, Rubio hace también de explorador. Es
silencioso, ágil, taimado. Casi disfruta jugando al escondite con los engendros
que ocasionalmente hay a la vuelta de una esquina. Hosni lleva la carretilla de
obra para transportar el botín. No conviene usar carros de supermercado porque
hacen demasiado ruido. Se reservan para reforzar barricadas o transportar cosas
en la zona limpia. Fuera, hay que ser silenciosos y metódicos. Pero, sobre todo, silenciosos.
Carlo lleva un palo de escoba reforzado con listones de
madera. En una punta ha enganchado un cuchillo de carnicero bien afilado para
cortar y sajar, mientras que en la otra ha hecho lo propio con un par de
descomunales destornilladores. Todo con la mejor cinta americana de la
ferretería. Atravesar el cráneo es lo más eficaz para quitarte de en medio
cualquiera de esas cosas de una vez por todas, pero decirlo es más fácil que
hacerlo. Para las distancias cortas lleva un martillo. Es lo mejor. No se
engancha. No se pierde. Rubio lleva el material auxiliar a la espalda, atado
con una cuerda. Se trata de un yugo, como el que se usa contra perros rabiosos,
fijado a una pértiga para mantener a raya a los pellejos. Son tan linealmente
tenaces que no suelen saber lo que es una maniobra de rodeo. Hasta un chaval de
doce años puede contener a media docena de esos un par de minutos en un
pasillo. Ojalá no sea necesario. Se tapan la cara: Hosni con su kufiyya blanca
y negra, Carlo con una braga de neopreno y Rubio con un pañuelo que simula es
esqueleto de la mitad inferior de la cara.
—Hay que ir a las torres de Aránzazu —dice Hosni,
consultando un viejo tomo de la Guía Urbana de Madrid. A lo largo de los meses,
ya han peinado las zonas más cercanas a su refugio, que ya abarca varias
manzanas de bloques y calles. Es complicado tapiar todas las callejas
secundarias del barrio, y ha costado ya varias vidas, pero lo dicho: hay que
ser metódicos. Si había algo que encontrar en los aledaños, al otro lado de las
barricadas, ya lo han hecho. Todos saben que a medida que recolecten, tendrán
que alejarse cada vez más, hasta el punto de emprender expediciones a otros
barrios, a otros distritos. Se intentan hacer a la idea, pero cuesta.
—Pues antes empezamos, antes volvemos —dice Carlo con una
sonrisa traviesa, colocándose sus gafas de ciclista. Es el primero en dar el
saltito que le sitúa «al
otro lado». Los
otros lo siguen sin decir nada, casi como si se fueran de excursión. La
procesión va por dentro.
La calle de un solo carril está tranquila, pero los tres
avanzan como fantasmas, atentos a cada ruido, a cada movimiento. Sortean los
vehículos y los obstáculos omitiendo la ocasional presencia de cadáveres de
personas que no pudieron salir a tiempo de su trampa de chapa. A veces son familias
enteras, unos encima de otros, como si se hubiesen atacado entre sí. Lo peor
son los niños. Pero la gente del barrio ya está curtida y acostumbrada a los horrores del mundo. Todos presentan un
agujero en el cráneo, visible a pesar de los variables grados de
descomposición. El golpe de gracia, lo llaman unos. Por si acaso, prefieren
decir otros.
A los cinco minutos, alcanzan la parte baja del vecindario.
Los edificios a ambos lados de la calle parecen asomarse sobre los
recolectores, observando desde ventanas que son como cuencas vacías. En muchas
ventanas penden cortinas raídas a merced del aire, meciéndose pesadamente a
causa de la lluvia que cayó anoche. Impresiona ver esos restos de cotidianeidad
petrificados en el lienzo de horror en que se ha convertido el mundo: ropa aún
tendida, plantas que sobreviven como pueden a las inclemencias del tiempo, jaulas de
canarios de los que ya no quedan ni las plumas, contraventanas que chirrían
perezosamente de sus goznes.
Los tres recolectores se agazapan junto a una ambulancia
atravesada en un cruce. Tiene todas las puertas abiertas. La
han saqueado de arriba abajo. Carlo se lleva los pequeños prismáticos a los
ojos y comprueba el perímetro. Hace tiempo que no se ven pellejos por la zona,
pero nunca está de más. Emilio ha hecho un gran trabajo con la seguridad
perimetral y dice que siempre hay que comprobar las cosas más de una vez. Todo parece en calma. Una postal de caos y abandono en un día de
lluvias intermitentes. Carlo repara en uno de los portales. Está abierto.
—Bien —dice —, tenemos diez plantas de saqueo
potencial, pero también puede ser una ratonera de pellejos. Emilio y su gente
no han llegado hasta aquí todavía.
—Y no creo que lo hagan —comenta Hosni, entrecerrando los
ojos—. ¿Sabes tú los huevos que hay que tener para limpiar esos complejos?
—Vale, mira ese portal. Está abierto. —Le pasa los
prismáticos a Hosni.
—Ajá —dice el palestino sin apenas acento—. Entrar va a ser
fácil y silencioso…
—Pero hay más probabilidades de que alguien lo haya saqueado
antes que nosotros o que esté hasta el culo de pellejos. ¿Tú qué dices Rubio?
El chaval se lo piensa mientras apoya la barbilla en el capó
de la ambulancia y masca un chicle. Acabados los chupachups de algo hay que
vivir.
—Yo me la jugaría —decreta tras una leve reflexión—.
Prefiero entrar en silencio que liarme a mamporros con las puertas y llamar la
atención de los bichos.
—¿Hosni? —consulta Carlo, recuperando los prismáticos y
guardándoselos en la bandolera.
—Estoy con el chico. Ya que nos estrenamos con las torres,
hagámoslo como caballeros, suavemente.
—Decidido —decreta Carlo.
No hace falta que diga nada. Rubio se sabe la rutina. El
muchacho sale disparado volando sobre sus pies equipados con unas deportivas de
marca. Va de obstáculo en obstáculo, deteniéndose fugazmente para observar y
husmear el aire como un velocirraptor. Lo bueno de los pellejos es que su olor
les precede cuando son recientes. Lo malo es cuando llevan una temporada en activo, que pueden pasar más desapercibidos. Cada vez está más cerca del portal, que presenta algunos tablones
clavados por fuera, como si alguien hubiese intentado aislarse en vano. Por lo
que se ve, no acabó la faena. No hay evidencias de que hayan forzado las
defensas.
En un momento dado, Rubio desaparece de la vista de los
otros dos. Está rodeando la torre. Es peligroso, porque las manzanas del
vecindario no son regulares y te puedes topar con callejones sin salida si no
conoces el barrio. Rubio ha tenido una infancia, aunque corta, y la ha pasado
en esas calles. Se las conoce al dedillo. Al minuto, reaparece por el otro
lado, entre los restos de un helicóptero que jamás volvió a elevarse tras
aterrizar. Las puertas están abiertas. No hay nadie dentro. Los comunicadores y
los cables penden al capricho del viento. Rubio hace una seña. Todo tranquilo.
Los dos recolectores emprenden la aproximación con la
carreta de obra. A veces la rueda chirría un poco. Hosni apunta mentalmente que
tendrá que preguntar a Juanito si le queda aceite lubricante. Convergen todos
cerca de la entrada del portal. Es una boca abierta que amenaza con
engullirlos. La luz consigue iluminar hasta la zona de los buzones y los
primeros peldaños de un tramo de escaleras que se pierde en la negrura.
—Bien. Rubio, quédate en esta hilera de ventanas —dice
Carlo, señalando las ventanas que se apilan sobre sus cabezas hasta una altura
de diez plantas—. Si hay algo, lo sacaremos por ahí. Hosni, ¿tú qué dices?
—Yo haría un tanteo y no pasaría de la segunda o la tercera
—sopesa, moviendo la cabeza a un lado y a otro mientras observa el edificio—.
Con estas torres hay que ir despacio, sin prisas. Las prisas matan.
—Vale —asiente Carlo—. Ya sabes, Rubio: a la mínima, silbato
y por patas. No mires atrás, que te conozco.
Rubio se saca de debajo del jersey un silbato que lleva
colgado al cuello. Es la señal de emergencia extrema. Solo se puede armar
escándalo con ese chisme si aparece una manada de pellejos o algo peor.
—Tranqui, tío —sonríe poniendo cara de angelito.
Los dos adultos le dejan la carretilla. Hosni saca de ella
una larga cuerda y se la enrolla al tronco. Luego se hace con una caja de
madera, que se coloca a modo de mochila gracias a unas correas de cuero que le
han enganchado y Rubio le entrega el yugo. Ya está dispuesto para subir por el
pasaje del terror de Aránzazu. Carlo se echa el arma larga a la espalda y se saca
una linterna del bolsillo lateral del pantalón. De su cinturón de herramientas
destaca el martillo. Se pone delante para abrir camino. Van a entrar.
—Eh, chicos —llama Rubio antes de que se adentren en el
umbral—. Si encontráis chupachups, coged algunos… O todos.
Continuará
El crío me cae bien... será el primero en cascarla XD. Bien, yo diría que son zombis, no infectados... teniendo en cuenta que soy un verdadero profano en la materia.
ResponderEliminarUn saludo
Pues sí que es mala suerte que la palmen primero los que te caen bien XD. Lo cierto es que me estoy dejando llevar por el subconsciente, y parece que tira más por el muerto animado que por el infectado. Aunque una cosa no tiene por qué quitar la otra, ¿no? :p
EliminarGracias por los comentarios :)
Me gusta que no se sepa realmente que son en los inicios del relato, ya habrá tiempo de descubrir que son realmente... o no ;)
ResponderEliminarIsaías, enseguida entraremos en harina, aunque aprovecharé para intentar dar un toque distinto a un tema de por sí ya muy trillado. ¿Será verdad eso de que está todo inventado?
EliminarUna cosa que me gusta y que haya hecho continuar leyendo mas halla del principio y me ha despertado la curiosidad es ver que no se cae en el típico individualismo.
ResponderEliminarMuchas veces ves historias de supervivencia y parece que solo el cabrón individualista. El egoísta redomado sobrevive y el mas perro es el que mejor se lo monta. Cuando la vida nos demuestra lo contrario. En las grandes tragedias es el trabajo en equipo lo que hace que la gente salga adelante y no los "héroes" individualistas.
Ese barrio reconstruido, esa mujer a cargo del economato o el encargado de la seguridad me llaman la atención poderosamente. Siento curiosidad por ese grupo de supervivientes trabajando en equipo. Ahora toca ver como trabajan los recolectores y parece que tienen un curro jodido por delante, pongámonos cómodos.
Personalmente me molan este tipo de historias, sobretodo por la parte MadMax de la misma, hay un trapero en mi corazón que le encanta toda la parte de chatarreo propia de los mundos post apocalipticos. Mi briconsejo para los recolectores, si se cruzan con un buen carro de bebes seria un transporte mucho mas cómodo para los enseres que una carretilla. Mas fácil de mover y si tienen suerte algunos incluso están pensados para correr con ellos sin riesgo a que una piedra en mal sitio te tire la carga.
Un saludo
¡Una víct... lector más al saco! XD ME alegra que te hayas enganchado, Herbon ;) Tomo nota del consejo, me parece muy interesante y creo que me dará pie a una historia (no sé en qué capítulo). Aun así, el punto malo del carrito de bebé es que no puedes cargarlo con muchas cosas. Pero todo se puede explorar ;)
EliminarEl otro día me lo leí y aun no había comentado, mal.
ResponderEliminarEncuentro algunas frases demasiado largas y me saca un poco. Pero nada grave, la ambientación y la creación de tensión es cojonuda. Y por cierto, el tiempo verbal me mola y mucho.
Muchas gracias por compartir.
Gracias a ti por el feedback, Valver. Tomo nota de lo de las frases :)
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