martes, 21 de enero de 2014

1x01: La ratonera (I)


(2.196 palabras)

Antes de emprender una incursión, los recolectores se toman un tiempo para meditar. No es como salir de casa un día cualquiera, a sabiendas de que volverás a las diez horas. Los «días cualquiera» se han extinguido como las certezas intrínsecas de la civilización. En momentos como éste, te subes a la barricada exterior y te permites un último momento de intimidad. Si eres creyente, invitas a tu dios a compartir contigo la amalgama de sensaciones agridulces que te embargan antes de  dejarte en manos de un mundo que solo ansía tu aniquilación. Por un lado, no sabes si volverás, pero por el otro te cuesta resistirte a la excitación del reencuentro de tu cerebro más primitivo y la supervivencia pura. Aunque, eso sí, tienes que estar hecho de cierta pasta.

Es curiosa la pérfida belleza de un mundo desprovisto de seres humanos. La naturaleza no tarda casi nada en ponerse manos a la obra para borrar las cicatrices que ha dejado el hombre a su paso. Los árboles y los setos crecen descontrolados. El asfalto y las aceras se van agrietando poco a poco ante el empuje de raíces y hierbas, las alcantarillas que ya no tragan permiten la proliferación de pequeños lagos donde antes había plazas y parques. El aire ya no huele a contaminación y la brisa trae consigo un reconfortante silencio salpicado del canto de las aves. Pero, a veces, también trae consigo el murmullo de alguna multitud no muerta que se congrega en alguna parte de los alrededores, ululando al aire la quejumbrosa tonada de su hambre insaciable. Son cosas que, al principio, te quitan el sueño de cuajo, pero con las que aprendes a convivir.

Hosni ya lo sabe. De pequeño, le asustaba la llamada al rezo del muecín a las cinco de la mañana. Era una voz taciturna que cantaba al aire quieto, arrancándolo de sus sueños. No tardaba extenderse a las otras mezquitas de su Gaza natal hasta abarcar todo el territorio, despertando a los fieles para celebrar uno de sus cinco cónclaves diarios con Dios. Como decía su padre: «si con cinco veces al día que le molestamos ni se digna a escupirnos, que se vaya al infierno». No, Hosni no es practicante, pero a algo hay que encomendarse. Respira hondo, consciente de que en este mundo acabado cualquier inhalación puede ser la última. Al igual que Carlo y Rubio, sabe que detrás queda el barrio, la comunidad, lo más parecido a la seguridad, al hogar, a la vida normal. Delante, en contraste con el frágil orden que se intenta mantener en el barrio, el mundo se presenta como un lienzo salvaje, casi abstracto, casi bello, conformado de vestigios que invitan a la nostalgia de algo que se ha ido para siempre.

Los coches, contenedores y demás mobiliario urbano que no se ha empleado para nutrir las sucesivas barricadas que anteceden al acceso permanecen donde se quedaron cuando triunfó el caos. Hay algunos coches aparcados; otros permanecen silentes en medio de la calle principal que rodea el barrio en un círculo imperfecto. La mayoría tienen las lunas y los parabrisas destrozados, están sucios y la chapa empieza a acusar el desgaste de la intemperie. Aquí, como en todas partes, la gente tuvo la infeliz idea de subirse en ellos y colapsar las arterias de la ciudad. Firmaron su sentencia de muerte. Hace tiempo que la gente del barrio ha recolectado todo lo que pudiera ser de utilidad. Primero fueron los equipajes abandonados: sobre todo ropa de abrigo y utensilios del día a día. La poca comida también hizo botín, primero la perecedera, que es la primera que se consumió en tiempos. Desde que no hay energía, solo valen las latas de conserva, lo que cazas, lo que cultivas y los frutos que dan los árboles. Si tienes suerte, te haces con bolsas de frutos secos que encuentras en algún camión de reparto volcado o galletas en la alacena de alguna de las mil cocinas que aún esperan ser exploradas. Buenas calorías. Los dos supermercados del barrio han sido saqueados. Afortunadamente uno de ellos quedó en la zona limpia y ahora sirve de economato. Lo lleva Rosa con mano firme.

Hosni y Carlo son los mejores recolectores y llevan al mejor mensajero con ellos. Cuando salen, Rubio hace también de explorador. Es silencioso, ágil, taimado. Casi disfruta jugando al escondite con los engendros que ocasionalmente hay a la vuelta de una esquina. Hosni lleva la carretilla de obra para transportar el botín. No conviene usar carros de supermercado porque hacen demasiado ruido. Se reservan para reforzar barricadas o transportar cosas en la zona limpia. Fuera, hay que ser silenciosos y metódicos. Pero, sobre todo, silenciosos.

Carlo lleva un palo de escoba reforzado con listones de madera. En una punta ha enganchado un cuchillo de carnicero bien afilado para cortar y sajar, mientras que en la otra ha hecho lo propio con un par de descomunales destornilladores. Todo con la mejor cinta americana de la ferretería. Atravesar el cráneo es lo más eficaz para quitarte de en medio cualquiera de esas cosas de una vez por todas, pero decirlo es más fácil que hacerlo. Para las distancias cortas lleva un martillo. Es lo mejor. No se engancha. No se pierde. Rubio lleva el material auxiliar a la espalda, atado con una cuerda. Se trata de un yugo, como el que se usa contra perros rabiosos, fijado a una pértiga para mantener a raya a los pellejos. Son tan linealmente tenaces que no suelen saber lo que es una maniobra de rodeo. Hasta un chaval de doce años puede contener a media docena de esos un par de minutos en un pasillo. Ojalá no sea necesario. Se tapan la cara: Hosni con su kufiyya blanca y negra, Carlo con una braga de neopreno y Rubio con un pañuelo que simula es esqueleto de la mitad inferior de la cara.

—Hay que ir a las torres de Aránzazu —dice Hosni, consultando un viejo tomo de la Guía Urbana de Madrid. A lo largo de los meses, ya han peinado las zonas más cercanas a su refugio, que ya abarca varias manzanas de bloques y calles. Es complicado tapiar todas las callejas secundarias del barrio, y ha costado ya varias vidas, pero lo dicho: hay que ser metódicos. Si había algo que encontrar en los aledaños, al otro lado de las barricadas, ya lo han hecho. Todos saben que a medida que recolecten, tendrán que alejarse cada vez más, hasta el punto de emprender expediciones a otros barrios, a otros distritos. Se intentan hacer a la idea, pero cuesta.

—Pues antes empezamos, antes volvemos —dice Carlo con una sonrisa traviesa, colocándose sus gafas de ciclista. Es el primero en dar el saltito que le sitúa «al otro lado». Los otros lo siguen sin decir nada, casi como si se fueran de excursión. La procesión va por dentro.

La calle de un solo carril está tranquila, pero los tres avanzan como fantasmas, atentos a cada ruido, a cada movimiento. Sortean los vehículos y los obstáculos omitiendo la ocasional presencia de cadáveres de personas que no pudieron salir a tiempo de su trampa de chapa. A veces son familias enteras, unos encima de otros, como si se hubiesen atacado entre sí. Lo peor son los niños. Pero la gente del barrio ya está curtida y acostumbrada a los horrores del mundo. Todos presentan un agujero en el cráneo, visible a pesar de los variables grados de descomposición. El golpe de gracia, lo llaman unos. Por si acaso, prefieren decir otros.

A los cinco minutos, alcanzan la parte baja del vecindario. Los edificios a ambos lados de la calle parecen asomarse sobre los recolectores, observando desde ventanas que son como cuencas vacías. En muchas ventanas penden cortinas raídas a merced del aire, meciéndose pesadamente a causa de la lluvia que cayó anoche. Impresiona ver esos restos de cotidianeidad petrificados en el lienzo de horror en que se ha convertido el mundo: ropa aún tendida, plantas que sobreviven como pueden a las inclemencias del tiempo, jaulas de canarios de los que ya no quedan ni las plumas, contraventanas que chirrían perezosamente de sus goznes.

Los tres recolectores se agazapan junto a una ambulancia atravesada en un cruce. Tiene todas las puertas abiertas. La han saqueado de arriba abajo. Carlo se lleva los pequeños prismáticos a los ojos y comprueba el perímetro. Hace tiempo que no se ven pellejos por la zona, pero nunca está de más. Emilio ha hecho un gran trabajo con la seguridad perimetral y dice que siempre hay que comprobar las cosas más de una vez. Todo parece en calma. Una postal de caos y abandono en un día de lluvias intermitentes. Carlo repara en uno de los portales. Está abierto.

—Bien —dice —, tenemos diez plantas de saqueo potencial, pero también puede ser una ratonera de pellejos. Emilio y su gente no han llegado hasta aquí todavía.

—Y no creo que lo hagan —comenta Hosni, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes tú los huevos que hay que tener para limpiar esos complejos?

—Vale, mira ese portal. Está abierto. —Le pasa los prismáticos a Hosni.

—Ajá —dice el palestino sin apenas acento—. Entrar va a ser fácil y silencioso…

—Pero hay más probabilidades de que alguien lo haya saqueado antes que nosotros o que esté hasta el culo de pellejos. ¿Tú qué dices Rubio?

El chaval se lo piensa mientras apoya la barbilla en el capó de la ambulancia y masca un chicle. Acabados los chupachups de algo hay que vivir.

—Yo me la jugaría —decreta tras una leve reflexión—. Prefiero entrar en silencio que liarme a mamporros con las puertas y llamar la atención de los bichos.

—¿Hosni? —consulta Carlo, recuperando los prismáticos y guardándoselos en la bandolera.

—Estoy con el chico. Ya que nos estrenamos con las torres, hagámoslo como caballeros, suavemente.

—Decidido —decreta Carlo.

No hace falta que diga nada. Rubio se sabe la rutina. El muchacho sale disparado volando sobre sus pies equipados con unas deportivas de marca. Va de obstáculo en obstáculo, deteniéndose fugazmente para observar y husmear el aire como un velocirraptor. Lo bueno de los pellejos es que su olor les precede cuando son recientes. Lo malo es cuando llevan una temporada en activo, que pueden pasar más desapercibidos. Cada vez está más cerca del portal, que presenta algunos tablones clavados por fuera, como si alguien hubiese intentado aislarse en vano. Por lo que se ve, no acabó la faena. No hay evidencias de que hayan forzado las defensas.

En un momento dado, Rubio desaparece de la vista de los otros dos. Está rodeando la torre. Es peligroso, porque las manzanas del vecindario no son regulares y te puedes topar con callejones sin salida si no conoces el barrio. Rubio ha tenido una infancia, aunque corta, y la ha pasado en esas calles. Se las conoce al dedillo. Al minuto, reaparece por el otro lado, entre los restos de un helicóptero que jamás volvió a elevarse tras aterrizar. Las puertas están abiertas. No hay nadie dentro. Los comunicadores y los cables penden al capricho del viento. Rubio hace una seña. Todo tranquilo.

Los dos recolectores emprenden la aproximación con la carreta de obra. A veces la rueda chirría un poco. Hosni apunta mentalmente que tendrá que preguntar a Juanito si le queda aceite lubricante. Convergen todos cerca de la entrada del portal. Es una boca abierta que amenaza con engullirlos. La luz consigue iluminar hasta la zona de los buzones y los primeros peldaños de un tramo de escaleras que se pierde en la negrura.

—Bien. Rubio, quédate en esta hilera de ventanas —dice Carlo, señalando las ventanas que se apilan sobre sus cabezas hasta una altura de diez plantas—. Si hay algo, lo sacaremos por ahí. Hosni, ¿tú qué dices?

—Yo haría un tanteo y no pasaría de la segunda o la tercera —sopesa, moviendo la cabeza a un lado y a otro mientras observa el edificio—. Con estas torres hay que ir despacio, sin prisas. Las prisas matan.

—Vale —asiente Carlo—. Ya sabes, Rubio: a la mínima, silbato y por patas. No mires atrás, que te conozco.

Rubio se saca de debajo del jersey un silbato que lleva colgado al cuello. Es la señal de emergencia extrema. Solo se puede armar escándalo con ese chisme si aparece una manada de pellejos o algo peor.

—Tranqui, tío —sonríe poniendo cara de angelito.

Los dos adultos le dejan la carretilla. Hosni saca de ella una larga cuerda y se la enrolla al tronco. Luego se hace con una caja de madera, que se coloca a modo de mochila gracias a unas correas de cuero que le han enganchado y Rubio le entrega el yugo. Ya está dispuesto para subir por el pasaje del terror de Aránzazu. Carlo se echa el arma larga a la espalda y se saca una linterna del bolsillo lateral del pantalón. De su cinturón de herramientas destaca el martillo. Se pone delante para abrir camino. Van a entrar.


—Eh, chicos —llama Rubio antes de que se adentren en el umbral—. Si encontráis chupachups, coged algunos… O todos.

Continuará

8 comentarios:

  1. El crío me cae bien... será el primero en cascarla XD. Bien, yo diría que son zombis, no infectados... teniendo en cuenta que soy un verdadero profano en la materia.

    Un saludo

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    1. Pues sí que es mala suerte que la palmen primero los que te caen bien XD. Lo cierto es que me estoy dejando llevar por el subconsciente, y parece que tira más por el muerto animado que por el infectado. Aunque una cosa no tiene por qué quitar la otra, ¿no? :p

      Gracias por los comentarios :)

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  2. Me gusta que no se sepa realmente que son en los inicios del relato, ya habrá tiempo de descubrir que son realmente... o no ;)

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    1. Isaías, enseguida entraremos en harina, aunque aprovecharé para intentar dar un toque distinto a un tema de por sí ya muy trillado. ¿Será verdad eso de que está todo inventado?

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  3. Una cosa que me gusta y que haya hecho continuar leyendo mas halla del principio y me ha despertado la curiosidad es ver que no se cae en el típico individualismo.
    Muchas veces ves historias de supervivencia y parece que solo el cabrón individualista. El egoísta redomado sobrevive y el mas perro es el que mejor se lo monta. Cuando la vida nos demuestra lo contrario. En las grandes tragedias es el trabajo en equipo lo que hace que la gente salga adelante y no los "héroes" individualistas.
    Ese barrio reconstruido, esa mujer a cargo del economato o el encargado de la seguridad me llaman la atención poderosamente. Siento curiosidad por ese grupo de supervivientes trabajando en equipo. Ahora toca ver como trabajan los recolectores y parece que tienen un curro jodido por delante, pongámonos cómodos.
    Personalmente me molan este tipo de historias, sobretodo por la parte MadMax de la misma, hay un trapero en mi corazón que le encanta toda la parte de chatarreo propia de los mundos post apocalipticos. Mi briconsejo para los recolectores, si se cruzan con un buen carro de bebes seria un transporte mucho mas cómodo para los enseres que una carretilla. Mas fácil de mover y si tienen suerte algunos incluso están pensados para correr con ellos sin riesgo a que una piedra en mal sitio te tire la carga.
    Un saludo

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    1. ¡Una víct... lector más al saco! XD ME alegra que te hayas enganchado, Herbon ;) Tomo nota del consejo, me parece muy interesante y creo que me dará pie a una historia (no sé en qué capítulo). Aun así, el punto malo del carrito de bebé es que no puedes cargarlo con muchas cosas. Pero todo se puede explorar ;)

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  4. El otro día me lo leí y aun no había comentado, mal.

    Encuentro algunas frases demasiado largas y me saca un poco. Pero nada grave, la ambientación y la creación de tensión es cojonuda. Y por cierto, el tiempo verbal me mola y mucho.

    Muchas gracias por compartir.

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    1. Gracias a ti por el feedback, Valver. Tomo nota de lo de las frases :)

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