Solo se oye el resonar de sus respiraciones azuzadas por la
adrenalina que invade sus venas. Apoyan la espalda contra la fría pared del
corredor de ladrillo gris y se dejan caer hasta notar el aséptico suelo de
linóleo en las posaderas. Por un momento no son conscientes de los golpes
procedentes del otro lado de la gruesa puerta metálica, de que su
anónima salvadora está echando todos los cerrojos, interponiendo una barra de
metal y apuntalando lo único que les separa de una muerte segura con unos
listones. Tampoco se han dado cuenta del tipo que les apunta con un revólver
desde el otro extremo del pasillo mientras los embates contra la puerta suenan cada vez más a carne picada.
Emilio es el primero en percatarse y hace auténticos esfuerzos
para dominar su agitada respiración. El que les apunta es un hombre recio, de
unos cuarenta y pico, moreno, con la coronilla despejada. Luce el desgastado
uniforme de una empresa de seguridad privada. Emilio se dispone a levantarse
con las manos en posición conciliadora cuando el vigilante estira el brazo del
revólver.
―Estás mejor sentado, prenda.
Sus palabras están impregnadas con un acento que no sabe muy
bien si es andaluz o extremeño. Cuando se quiere dar cuenta, la mujer les está
apuntando con una pistola de clavos. Por el calibre de éstos, no parece ningún
juguete.
―Ahora desabróchate la cincha y dame el arma ―le insta sin
parpadear lo más mínimo. Es morena, de rasgos afilados y mirada felina. Diríase
que es joven, pero madurada a fuerza de golpes, como todos en este mundo. Por
la ropa, que seguramente ha saqueado en alguna de las tiendas, podría dedicarse a cualquier cosa, y Emilio duda que fuese una cazadora a jugar por los pantalones
de camuflaje oscuros y el chaleco, bastante parecido al suyo.
El legionario opta por obedecer e indica con la mirada a sus
compañeros que colaboren. Hosni relaja los músculos del cuello, pero Carlo
sigue agazapado tras su mirada de zorro en busca de puntos débiles.
Los golpes del otro lado van menguando, al igual que la
agitación de sus respiraciones.
El guarda se acerca y ayuda a su compañera a saquear a los
recién llegados. Las pértigas, la porra extensible, el martillo, los
destornilladores, hasta la bolsa de piedras del palestino. Todo.
―¿Sois conscientes de que ahora os podríamos echar ahí fuera
y quedarnos con el botín? ―les dice la mujer.
―No te habrías tomado tantas molestias en salvarnos
―responde Emilio tras pensárselo un segundo.
―Aquí se saquea más tranquilamente.
―No te hubieras arriesgado tanto por unos cuantos cachivaches
―dice Hosni con esa sonrisa de ligón que a veces le cuesta contener―. Emilio,
esta quiere algo.
La mujer se lo queda mirando y una sombra, a caballo entre la
satisfacción y la curiosidad, cruza su semblante, estirando de la comisura de su boca de manera casi imperceptible. Vuelve a hacerse el silencio.
―Me llamo Mónica. Él es Jesús ―se presenta, señalando a su
compañero con la cabeza.
De repente la atmósfera parece perder densidad. Jesús relaja
el brazo y Mónica se permite algo parecido a una sonrisa. Parece que se alegra
de ver gente nueva, aunque se esfuerza por disimularlo.
―No parecéis mala gente, pero esto nos lo quedamos de
momento ―añade, señalando el botín que llevan ella y su compañero―. No os
conocemos y no nos fiamos. No os ofendáis.
―Nadie se ofende ―dice Emilio―. Yo habría hecho lo mismo. Me
llamo Emilio. Ellos son Hosni y Carlo.
―Vaya ―dice Mónica, saludándolos con un gesto de la cabeza―,
por lo visto sabéis hacer una entrada. Es el mayor espectáculo que vemos en
meses.
―¿Viene mucha gente por aquí? ―pregunta Emilio.
―Algún saqueador, como vosotros, pero tan torpes que no
pasaban de unos pocos metros en abierto. Y los pocos que han conseguido entrar han acabado formando parte de la comitiva de bienvenida que os ha recibido Esto es un centro comercial, vamos, un
faro que atrae a todos los desesperados de la ciudad. Os hemos estado
observando desde que os acercasteis por la avenida. Se os da bien. Se nota que
tenéis experiencia.
―Alguna ―dice Carlo, cediendo a la vanidad.
―Sí, bueno, hemos aprendido con el tiempo y a base de
desgracias ―comenta Emilio, frotándose la barba para deshacerse del sudor.
―Como todos. ―Mónica destierra enseguida el amago de sombra
que pretende cruzar su cara. Mantiene la compostura, una suerte de fortaleza
impuesta.
―¿Y vosotros? Parece que no os ha ido demasiado mal.
―Bueno ―responde ella―, ha habido de todo.
―¿Cuántos sois? ―pregunta Emilio.
―Más de los que veis aquí y menos de los que nos gustaría.
―Hace una pausa―. ¿Tenéis refugio o sois itinerantes?
Emilio considera la idea de mentir, pero sabe que una
mentira conduce a otra hasta que el discurso es insostenible y surgen las
legítimas suspicacias. Ellos tienen ahora sus armas y están en su territorio.
Aunque preferiría jugar sus cartas a la concordia en vez de al cálculo, opta
por el camino intermedio y calca la respuesta de Mónica.
―A veces nos refugiamos, a veces nos movemos.
Mónica respeta la respuesta calculada del exlegionario.
Entrecierra los ojos, como si tratase de leer en su interior. Enseguida Emilio
ve que a ella se le da bien evaluar a las personas, lo lleva en los ojos, pero
él sabe poner cara de póquer.
―Aun así ha debido de ser muy arriesgado salir a la calle.
Debéis de tener buenas razones. ¿Alguien me lo quiere decir?
―Es obvio, ¿no? ―responde Carlo.
Mónica deriva la mirada al vacío por un momento y se encoge
de hombros con una mueca en los labios.
―Ya ―asiente―. Pues lo que hay aquí es nuestro, lo siento
mucho.
―Quizá podamos comerciar ―propone Hosni, sacando a relucir
el tendero que lleva dentro.
―Os va a salir caro. Nos habéis puesto en un aprieto
agitando a esos monstruos. Por el momento estamos servidos y no sé qué podríais
aportarnos aparte de lo que ya os hemos quitado.
―Siempre hay algo. Siempre ―insiste Hosni―. Y sé que te
puede la curiosidad. Estás pensando que a lo mejor nos puedes sacar algo más.
―Puede ser ―admite Mónica―. Pero eso no quita que nos habéis
puesto en peligro. No teníais por qué saberlo, vale, pero habéis atraído a
todos esos mojones hasta nosotros. Estarán aporreando las puertas hasta
quedarse sin manos o volvernos locos, una de dos ―resopla con una carcajada de
ironía―. Ahora sí que va a ser complicado salir o entrar de nuevo, y os
advierto que no tengo intención de alojaros indefinidamente.
―Lo lamento ―dice Emilio―. Pero tú lo has dicho: no sabíamos
nada. Entramos con la esperanza de encontrar algo útil. Nada que no hayas hecho
tú…
―No pasa nada. ―La mujer se echa el subfusil de Emilio al
hombro. Él la observa y comprueba que, por su lenguaje corporal, no está muy
acostumbrada al manejo de subfusiles. Es una superviviente, voluntariosa, pero
más ducha con las personas que con las herramientas de matar. No puede decir lo
mismo del tal Jesús. Ese es un enigma todavía―. Tarde o temprano acaban
cansándose.
―Es un consuelo ―ríe Carlo―. ¿Y ahora qué? ¿Nos invitas a
tomar un café o qué?
Mónica sonríe al tiempo que Jesús frunce el ceño. Emilio toma
nota y decide que hablará lo menos posible con el hombre.
―Venid ―dice ella tras pensárselo un instante, abriéndose
paso entre ellos y enfilando el pasillo.
―¿Tenemos alternativa? ―dice Hosni.
―En realidad no ―responde el acompañante de Mónica indicándoles
que la sigan con un movimiento del revólver. Él cierra la columna.
Recorren los pasillos que conforman las antiguas entrañas
logísticas y administrativas del centro comercial. El principal es notablemente
más ancho que algunos de sus afluentes, todos ellos de parco ladrillo gris y
escasa ornamentación. Se cruzan con vestigios de lo que fuera una abundante
actividad: palés arrinconados, carteles indicadores, utensilios de limpieza,
carretillas… Tienen que sortear una serie de pequeñas barricadas improvisadas
para seguir avanzando. Mónica, si es que es suya la idea, es una mujer
espabilada y ha dispuesto varios planes B por si la puerta metálica falla.
Emilio está absorto entre la incertidumbre de su futuro inmediato y la novedad
de ese ecosistema de supervivencia. Es Carlo quien le saca de su
ensimismamiento con un par de toques en el hombro. Emilio lo mira sin decir
nada y ve cómo su compañero indica el techo con la barbilla. Tubos
fluorescentes… ¡encendidos!
―¿Tenéis energía? ―Emilio no es capaz de retener las
palabras en su boca.
―Un par de generadores ―responde Mónica sin darse la vuelta.
―¿Tenéis bastante combustible para mantenerlo en marcha?
―No nos quejamos. Hay cerca varias gasolineras y no nos
faltan coches que saquear. Salimos poco, pero solemos llevarnos bidones cuando
lo hacemos. Ya sabes…
Mónica desarma la tercera barricada que se encuentran por el
camino. Sabe exactamente qué partes tocar para que no se caiga el castillo de
naipes de carros de la compra, cajas, bidones y demás objetos amontonados.
Emilio se percata de que está hecho de tal manera que al menor embate todo
caiga hacia delante y entorpezca el paso aunque sea de otra manera. Jesús va
cerrando las barricadas a medida que pasan.
Van a dar a un
ascensor cuyas puertas deslizantes muestran impactos de bala y marcas de sangre
reseca. Los botones de llamada están arrancados. Emilio cree oír algo
deslizándose por dentro, pero prefiere no pensarlo demasiado y seguir a su
guía. Giran a la derecha y siguen varios metros hasta dar con unas escaleras de
hormigón. Más barricadas. Cada cierta distancia, hay dispuestos pequeños
arsenales de cócteles molotov en montoneras de no más de seis. Plan C.
Ella se detiene ante una puerta metálica roja sobre la que
hay un cartel con la palabra «ADMINISTRACIÓN». Da tres golpes secos, una pausa,
y uno más. Se oye como alguien maneja los cerrojos al otro lado y finalmente se
abre. Les recibe un joven de no más de diecisiete años que lleva un palo de
hockey reforzado con clavos de grueso calibre en la punta en una mano.
―Pasad ―invita Mónica.
El adolescente es alto y muy delgado, tiene el pelo largo
recogido con una cinta elástica y sostiene el palo como quien quiere parecer
más peligroso de lo que es en realidad.
―Tranquilo, Pedro, no pasa nada ―le dice Mónica, reforzando
con un gesto de la mano.
Los tres forasteros se dan cuenta de que están en el antiguo
espacio administrativo desde donde se gestionaba todo el centro comercial. Han
apartado la multitud de escritorios y los ordenadores apagados forman un montón
de recuerdos inútiles, más valiosos como obstáculos ante puertas que otra cosa.
Hay varias puertas, todas ellas cerradas, algunas dando despachos acristalados
sumidos en la penumbra. Un pasillo se abre en otro de los extremos hacia
terreno desconocido. Unos ventanales tintados dan a la avenida por la que se
han aproximado. Pedro lo indica con la barbilla y dice:
―Cada vez hay más. Igual deberíamos tirarles una botella.
Mónica se asoma y comprueba que hay por lo menos dos docenas
de pellejos apelotonados en el acceso por el que entraron Emilio y los suyos
hace un rato.
―Esa barricada no aguantará ―dice Mónica entre dientes. Toma
una de las botellas amontonadas en una mesa y prende el paño que sobresale del
cuello con un mechero. Antes de accionar la manivela que solo lo deja
entreabierto echa una mirada de molestia a los tres recién llegados. Asoma
medio cuerpo y calcula la trayectoria. Acto seguido, arroja la botella con
todas sus fuerzas hacia el grupo de pellejos que braman al aire conscientes de
que dentro hay un sabroso bocado. Emilio y los suyos no se han dado cuenta,
pero Jesús ha imitado la iniciativa de Mónica y arroja otra botella
incendiaria. Al estrellarse contra el suelo y los cuerpos, el líquido
inflamable se extiende enseguida seguido por una llamarada cuyas lenguas
transmiten su calor hacia el ventanal. Mientras el fuego devora la carne
muerta, los pellejos redoblan sus alaridos, no tanto por dolor como por rabia.
De algún modo, saben que si se deshacen no podrán devorarlos.
Mónica cierra el ventanal girando la manivela en dirección
opuesta y los sonidos del exterior quedan ahogados.
―Es posible que ese humo atraiga a más visitantes, pero es
todo lo que podemos hacer.
Emilio sabe que una nueva disculpa es inútil, y tampoco está
por la labor de excusarse por vivir. Que cada cual apechugue.
―Bueno, al menos tenéis con qué defenderos.
―No es tanto los muertos como los vivos ―interviene Jesús,
desplazándose a un extremo de la estancia, aún con el revólver dispuesto a
todo, mirándolos con cara de pocos amigos.
―Baja eso, Jesús ―dice Mónica, apoyándose en una de las
mesas―. Nuestros nuevos amigos van a saldar su deuda hoy mismo.
Su sonrisa no deja lugar a dudas de que está muy segura de
que así será. Carlo traga saliva.
***
El mensajero sale corriendo tan pronto como divisan las
siluetas más allá dela barricada. El zumbido de la Harley es inconfundible,
pero los centinelas advierten que algo no va del todo bien cuando cuentan las
formas. Solo dos: Tomás y otro a pie, probablemente Anton a juzgar por el
volumen corporal.
Cuando están más cerca, no cabe duda de que son ellos, pero
la liturgia es la misma. Los centinelas les apuntan con los fusiles de caza y
las pistolas mientras Clara se adelanta decididamente con Neo, el formidable pastor alemán. El perro husmea a los dos
llegados tomándose su tiempo. Una cosa es llevar la infección, o lo que sea,
dentro y otra haber estado cerca de infectados. Han hecho falta muchos sustos y
algunos accidentes para que se dieran cuenta de que, por alguna razón, los
perros huelen lo que reanima a los muertos. Si te muerden, por mucho que lo
quieras disimular, los canes te identifican con gruñidos, ladridos y labios
replegados sobre fieros dientes. Lo más difícil es que los centinelas no deben
titubear si los perros dan la alarma. Hay que matar al afectado en el sitio,
sin preguntas, sin paliativos. Eso se decidió en su momento y eso hay que
hacer. Otra cosa es que los dedos no titubeen en los gatillos; que el sudor no
perle las frentes; que el corazón no se acelere cuando puede que haya un amigo
o un familiar delante. Por eso siempre tiene que haber varios centinelas, por
si uno duda.
Pero Neo está
tranquilo. No tanto Clara, que se adelanta y clava la mirada en ambos tras
reparar en el pellejo muerto que carga Tomás en su montura.
―¿Dónde está mi padre? ―inquiere. Se teme lo peor.
―Tranquila ―dice Tomás, rascándose la nuca―, no le ha
pasado nada. Decidió quedarse atrás con Carlo y Hosni. Volverán pronto.
Anton da la explicación por buena y avanza hacia la entrada
de la barricada.
―¿Que se ha quedado? ¿Dónde? ―insiste Clara frunciendo el
ceño, el gesto que más la asemeja a su padre.
―Carlo tuvo la idea de acercarse al centro comercial del
barrio del Pilar. Cree que quizá puedan reunir provisiones o encontrar algo de
utilidad ―explica el motero, acelerando el motor al ralentí.
―¿Y no se podía haber ido Carlo solo? Joder…
Estas son las cosas que frustran a Clara. Su padre siempre
se ha mostrado exageradamente conservador respecto a su contacto con el
exterior. De su boca salen más prohibiciones y noes que concesiones a su valía
como mensajera, exploradora o cualquier cosa que aproveche su buena condición
física. Y su palabra va a misa…, menos cuando se trata de aplicarse las normas
a sí mismo. Clara nunca ha entendido eso de «haz lo que digo, no lo que hago»,
uno de los pocos defectos que consigue ver en su padre. Su madre siempre se lo
echaba en cara, y en cuanto el recuerdo de ésta cruza la mente de la muchacha,
su voz se quiebra.
―Ya sabes cómo es tu padre, Clara ―dice Tomás encogiéndose
de hombros―. Pero no te preocupes, seguro que les pasará nada. Hasta allí todo
estaba muy tranquilo y, de todos modos, Anton dice que, si no vuelven en doce
horas, saldrá a buscarlos. Van tres de los mejores del barrio y están bien
armados.
―¿Doce horas? ―La expresión de Clara se aleja cada vez más
de la adolescencia para asumir el peso de una preocupación muy adulta―. ¡En
doce horas pueden pasar muchas cosas!
Tomás cierra los ojos, aunando comprensión y paciencia.
―Clara, tu padre es mayor y toma sus propias decisiones.
Todos corremos peligro y tenemos que asumirlo. Es la vida que nos toca vivir…
―Baja la cabeza, considerando que quizá sus palabras han sonado un poco áridas.
Al fin y al cabo, Clara es una niña forzada a crecer demasiado rápido, como
Rubio, como todos―. Mira, si en un par de horas no han vuelto, cojo a Anton y
nos vamos los dos a buscarlos. ¿De acuerdo?
Clara piensa mientras mira a Tomás de hito en hito. El motero tiene esa extraña capacidad de amansar a las bestias con las
palabras. Sus hombros se relajan, baja la cabeza y bufa. Se da la vuelta y
vuelve a entrar por la barricada. Emilio sabe que la cosa no se quedará ahí y
arranca para seguirla.
―¿Adónde vas, chica? ―pregunta yendo en pos de ella.
Neo es la sombra
de Clara y ha de trotar para seguirle el paso.
―A hablar con Rosa ―responde sin darse la vuelta―. No pienso
esperar dos horas…
Me ha gustado aunque me ha parecido un poco más flojos que los anteriores. Imagino que supongo que es por ese calor y bloqueo que tuviste.
ResponderEliminarAhora me pregunto ¿irá un segundo grupo al centro comercial y si habrá guerra? ¿Les quitarán todas las armas y equipo y echarán/matarán al equipo de Carlo y compañía?
Espero con ganas la continuación. ¿Tienes previsto seguir escribiendo durante el verano o nos vas a dejar con cliffhanger final de temporada 1?
A esta frase le falta un no me parece "Pero no te preocupes, seguro que les pasará nada"
Te agradezco la sinceridad. Esta vez he tenido que forzar la máquina un poco más de lo habitual para seguir, pero es que si no no seguía. Lo tomo como un capítulo interludio en el que se abren nuevos caminos potenciales. Es uno de esos momentos narrativos desagradecidos en corto que, a la larga, quizá agradezca haber metido en su momento.
EliminarComo siempre, muchas gracias por pasarte, isaías ;)
Ah, se me olvidaba, este verano no me llevo más tecnología que el móvil, y además no tengo ni WIFI, así que intentaré escribir algo antes a modo de Cliffhanger como Dios manda, pero, a malas, se quedaría así hasta entrado septiembre. Quizá sea para mejor. Es bueno alejarse un tiempo para retomarlo con ganas redobladas :)
EliminarHoy he sacado media horita para leerlo. Me parece ameno y no me da la sensación de que baje la intensidad con respecto al resto. Lo que si hubiera hecho yo es haber terminado la entrada con la frase de Mónica, pero son gustos.
ResponderEliminarSeguiré leyendo según salgan y saque tiempo.
Un saludo.
En cuanto al final, creo que hemos pensado parecido, pero quería introducir un cambio de movimiento para mantener al día los escenarios :)
EliminarPerfecto! Me encanta lo de que el centro comercial es un faro para supervivientes perdidos.
ResponderEliminarAun así, me parece más flojo que el resto. A ver si las vacaciones me resetean los motores. Gracias por pasarte Jose ;)
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