lunes, 21 de julio de 2014

1x09: Carne quemada

Solo se oye el resonar de sus respiraciones azuzadas por la adrenalina que invade sus venas. Apoyan la espalda contra la fría pared del corredor de ladrillo gris y se dejan caer hasta notar el aséptico suelo de linóleo en las posaderas. Por un momento no son conscientes de los golpes procedentes del otro lado de la gruesa puerta metálica, de que su anónima salvadora está echando todos los cerrojos, interponiendo una barra de metal y apuntalando lo único que les separa de una muerte segura con unos listones. Tampoco se han dado cuenta del tipo que les apunta con un revólver desde el otro extremo del pasillo mientras los embates contra la puerta suenan cada vez más a carne picada.

Emilio es el primero en percatarse y hace auténticos esfuerzos para dominar su agitada respiración. El que les apunta es un hombre recio, de unos cuarenta y pico, moreno, con la coronilla despejada. Luce el desgastado uniforme de una empresa de seguridad privada. Emilio se dispone a levantarse con las manos en posición conciliadora cuando el vigilante estira el brazo del revólver.

―Estás mejor sentado, prenda.


Sus palabras están impregnadas con un acento que no sabe muy bien si es andaluz o extremeño. Cuando se quiere dar cuenta, la mujer les está apuntando con una pistola de clavos. Por el calibre de éstos, no parece ningún juguete.

―Ahora desabróchate la cincha y dame el arma ―le insta sin parpadear lo más mínimo. Es morena, de rasgos afilados y mirada felina. Diríase que es joven, pero madurada a fuerza de golpes, como todos en este mundo. Por la ropa, que seguramente ha saqueado en alguna de las tiendas, podría dedicarse a cualquier cosa, y Emilio duda que fuese una cazadora a jugar por los pantalones de camuflaje oscuros y el chaleco, bastante parecido al suyo.

El legionario opta por obedecer e indica con la mirada a sus compañeros que colaboren. Hosni relaja los músculos del cuello, pero Carlo sigue agazapado tras su mirada de zorro en busca de puntos débiles.

Los golpes del otro lado van menguando, al igual que la agitación de sus respiraciones.

El guarda se acerca y ayuda a su compañera a saquear a los recién llegados. Las pértigas, la porra extensible, el martillo, los destornilladores, hasta la bolsa de piedras del palestino. Todo.

―¿Sois conscientes de que ahora os podríamos echar ahí fuera y quedarnos con el botín? ―les dice la mujer.

―No te habrías tomado tantas molestias en salvarnos ―responde Emilio tras pensárselo un segundo.

―Aquí se saquea más tranquilamente.

―No te hubieras arriesgado tanto por unos cuantos cachivaches ―dice Hosni con esa sonrisa de ligón que a veces le cuesta contener―. Emilio, esta quiere algo.

La mujer se lo queda mirando y una sombra, a caballo entre la satisfacción y la curiosidad, cruza su semblante, estirando de la comisura de su boca de manera casi imperceptible. Vuelve a hacerse el silencio.

―Me llamo Mónica. Él es Jesús ―se presenta, señalando a su compañero con la cabeza.

De repente la atmósfera parece perder densidad. Jesús relaja el brazo y Mónica se permite algo parecido a una sonrisa. Parece que se alegra de ver gente nueva, aunque se esfuerza por disimularlo.

―No parecéis mala gente, pero esto nos lo quedamos de momento ―añade, señalando el botín que llevan ella y su compañero―. No os conocemos y no nos fiamos. No os ofendáis.

―Nadie se ofende ―dice Emilio―. Yo habría hecho lo mismo. Me llamo Emilio. Ellos son Hosni y Carlo.

―Vaya ―dice Mónica, saludándolos con un gesto de la cabeza―, por lo visto sabéis hacer una entrada. Es el mayor espectáculo que vemos en meses.

―¿Viene mucha gente por aquí? ―pregunta Emilio.

―Algún saqueador, como vosotros, pero tan torpes que no pasaban de unos pocos metros en abierto. Y los pocos que han conseguido entrar han acabado formando parte de la comitiva de bienvenida que os ha recibido Esto es un centro comercial, vamos, un faro que atrae a todos los desesperados de la ciudad. Os hemos estado observando desde que os acercasteis por la avenida. Se os da bien. Se nota que tenéis experiencia.

―Alguna ―dice Carlo, cediendo a la vanidad.

―Sí, bueno, hemos aprendido con el tiempo y a base de desgracias ―comenta Emilio, frotándose la barba para deshacerse del sudor.

―Como todos. ―Mónica destierra enseguida el amago de sombra que pretende cruzar su cara. Mantiene la compostura, una suerte de fortaleza impuesta.

―¿Y vosotros? Parece que no os ha ido demasiado mal.

―Bueno ―responde ella―, ha habido de todo.

―¿Cuántos sois? ―pregunta Emilio.

―Más de los que veis aquí y menos de los que nos gustaría. ―Hace una pausa―. ¿Tenéis refugio o sois itinerantes?

Emilio considera la idea de mentir, pero sabe que una mentira conduce a otra hasta que el discurso es insostenible y surgen las legítimas suspicacias. Ellos tienen ahora sus armas y están en su territorio. Aunque preferiría jugar sus cartas a la concordia en vez de al cálculo, opta por el camino intermedio y calca la respuesta de Mónica.

―A veces nos refugiamos, a veces nos movemos.

Mónica respeta la respuesta calculada del exlegionario. Entrecierra los ojos, como si tratase de leer en su interior. Enseguida Emilio ve que a ella se le da bien evaluar a las personas, lo lleva en los ojos, pero él sabe poner cara de póquer.

―Aun así ha debido de ser muy arriesgado salir a la calle. Debéis de tener buenas razones. ¿Alguien me lo quiere decir?

―Es obvio, ¿no? ―responde Carlo.

Mónica deriva la mirada al vacío por un momento y se encoge de hombros con una mueca en los labios.

―Ya ―asiente―. Pues lo que hay aquí es nuestro, lo siento mucho.

―Quizá podamos comerciar ―propone Hosni, sacando a relucir el tendero que lleva dentro.

―Os va a salir caro. Nos habéis puesto en un aprieto agitando a esos monstruos. Por el momento estamos servidos y no sé qué podríais aportarnos aparte de lo que ya os hemos quitado.

―Siempre hay algo. Siempre ―insiste Hosni―. Y sé que te puede la curiosidad. Estás pensando que a lo mejor nos puedes sacar algo más.

―Puede ser ―admite Mónica―. Pero eso no quita que nos habéis puesto en peligro. No teníais por qué saberlo, vale, pero habéis atraído a todos esos mojones hasta nosotros. Estarán aporreando las puertas hasta quedarse sin manos o volvernos locos, una de dos ―resopla con una carcajada de ironía―. Ahora sí que va a ser complicado salir o entrar de nuevo, y os advierto que no tengo intención de alojaros indefinidamente.

―Lo lamento ―dice Emilio―. Pero tú lo has dicho: no sabíamos nada. Entramos con la esperanza de encontrar algo útil. Nada que no hayas hecho tú…

―No pasa nada. ―La mujer se echa el subfusil de Emilio al hombro. Él la observa y comprueba que, por su lenguaje corporal, no está muy acostumbrada al manejo de subfusiles. Es una superviviente, voluntariosa, pero más ducha con las personas que con las herramientas de matar. No puede decir lo mismo del tal Jesús. Ese es un enigma todavía―. Tarde o temprano acaban cansándose.

―Es un consuelo ―ríe Carlo―. ¿Y ahora qué? ¿Nos invitas a tomar un café o qué?

Mónica sonríe al tiempo que Jesús frunce el ceño. Emilio toma nota y decide que hablará lo menos posible con el hombre.

―Venid ―dice ella tras pensárselo un instante, abriéndose paso entre ellos y enfilando el pasillo.

―¿Tenemos alternativa? ―dice Hosni.

―En realidad no ―responde el acompañante de Mónica indicándoles que la sigan con un movimiento del revólver. Él cierra la columna.

Recorren los pasillos que conforman las antiguas entrañas logísticas y administrativas del centro comercial. El principal es notablemente más ancho que algunos de sus afluentes, todos ellos de parco ladrillo gris y escasa ornamentación. Se cruzan con vestigios de lo que fuera una abundante actividad: palés arrinconados, carteles indicadores, utensilios de limpieza, carretillas… Tienen que sortear una serie de pequeñas barricadas improvisadas para seguir avanzando. Mónica, si es que es suya la idea, es una mujer espabilada y ha dispuesto varios planes B por si la puerta metálica falla. Emilio está absorto entre la incertidumbre de su futuro inmediato y la novedad de ese ecosistema de supervivencia. Es Carlo quien le saca de su ensimismamiento con un par de toques en el hombro. Emilio lo mira sin decir nada y ve cómo su compañero indica el techo con la barbilla. Tubos fluorescentes… ¡encendidos!

―¿Tenéis energía? ―Emilio no es capaz de retener las palabras en su boca.

―Un par de generadores ―responde Mónica sin darse la vuelta.

―¿Tenéis bastante combustible para mantenerlo en marcha?

―No nos quejamos. Hay cerca varias gasolineras y no nos faltan coches que saquear. Salimos poco, pero solemos llevarnos bidones cuando lo hacemos. Ya sabes…

Mónica desarma la tercera barricada que se encuentran por el camino. Sabe exactamente qué partes tocar para que no se caiga el castillo de naipes de carros de la compra, cajas, bidones y demás objetos amontonados. Emilio se percata de que está hecho de tal manera que al menor embate todo caiga hacia delante y entorpezca el paso aunque sea de otra manera. Jesús va cerrando las barricadas a medida que pasan.

Van a dar a  un ascensor cuyas puertas deslizantes muestran impactos de bala y marcas de sangre reseca. Los botones de llamada están arrancados. Emilio cree oír algo deslizándose por dentro, pero prefiere no pensarlo demasiado y seguir a su guía. Giran a la derecha y siguen varios metros hasta dar con unas escaleras de hormigón. Más barricadas. Cada cierta distancia, hay dispuestos pequeños arsenales de cócteles molotov en montoneras de no más de seis. Plan C.

Ella se detiene ante una puerta metálica roja sobre la que hay un cartel con la palabra «ADMINISTRACIÓN». Da tres golpes secos, una pausa, y uno más. Se oye como alguien maneja los cerrojos al otro lado y finalmente se abre. Les recibe un joven de no más de diecisiete años que lleva un palo de hockey reforzado con clavos de grueso calibre en la punta en una mano.

―Pasad ―invita Mónica.

El adolescente es alto y muy delgado, tiene el pelo largo recogido con una cinta elástica y sostiene el palo como quien quiere parecer más peligroso de lo que es en realidad.

―Tranquilo, Pedro, no pasa nada ―le dice Mónica, reforzando con un gesto de la mano.

Los tres forasteros se dan cuenta de que están en el antiguo espacio administrativo desde donde se gestionaba todo el centro comercial. Han apartado la multitud de escritorios y los ordenadores apagados forman un montón de recuerdos inútiles, más valiosos como obstáculos ante puertas que otra cosa. Hay varias puertas, todas ellas cerradas, algunas dando despachos acristalados sumidos en la penumbra. Un pasillo se abre en otro de los extremos hacia terreno desconocido. Unos ventanales tintados dan a la avenida por la que se han aproximado. Pedro lo indica con la barbilla y dice:

―Cada vez hay más. Igual deberíamos tirarles una botella.

Mónica se asoma y comprueba que hay por lo menos dos docenas de pellejos apelotonados en el acceso por el que entraron Emilio y los suyos hace un rato.

―Esa barricada no aguantará ―dice Mónica entre dientes. Toma una de las botellas amontonadas en una mesa y prende el paño que sobresale del cuello con un mechero. Antes de accionar la manivela que solo lo deja entreabierto echa una mirada de molestia a los tres recién llegados. Asoma medio cuerpo y calcula la trayectoria. Acto seguido, arroja la botella con todas sus fuerzas hacia el grupo de pellejos que braman al aire conscientes de que dentro hay un sabroso bocado. Emilio y los suyos no se han dado cuenta, pero Jesús ha imitado la iniciativa de Mónica y arroja otra botella incendiaria. Al estrellarse contra el suelo y los cuerpos, el líquido inflamable se extiende enseguida seguido por una llamarada cuyas lenguas transmiten su calor hacia el ventanal. Mientras el fuego devora la carne muerta, los pellejos redoblan sus alaridos, no tanto por dolor como por rabia. De algún modo, saben que si se deshacen no podrán devorarlos.

Mónica cierra el ventanal girando la manivela en dirección opuesta y los sonidos del exterior quedan ahogados.

―Es posible que ese humo atraiga a más visitantes, pero es todo lo que podemos hacer.

Emilio sabe que una nueva disculpa es inútil, y tampoco está por la labor de excusarse por vivir. Que cada cual apechugue.

―Bueno, al menos tenéis con qué defenderos.

―No es tanto los muertos como los vivos ―interviene Jesús, desplazándose a un extremo de la estancia, aún con el revólver dispuesto a todo, mirándolos con cara de pocos amigos.

―Baja eso, Jesús ―dice Mónica, apoyándose en una de las mesas―. Nuestros nuevos amigos van a saldar su deuda hoy mismo.

Su sonrisa no deja lugar a dudas de que está muy segura de que así será. Carlo traga saliva.

***

El mensajero sale corriendo tan pronto como divisan las siluetas más allá dela barricada. El zumbido de la Harley es inconfundible, pero los centinelas advierten que algo no va del todo bien cuando cuentan las formas. Solo dos: Tomás y otro a pie, probablemente Anton a juzgar por el volumen corporal.

Cuando están más cerca, no cabe duda de que son ellos, pero la liturgia es la misma. Los centinelas les apuntan con los fusiles de caza y las pistolas mientras Clara se adelanta decididamente con Neo, el formidable pastor alemán. El perro husmea a los dos llegados tomándose su tiempo. Una cosa es llevar la infección, o lo que sea, dentro y otra haber estado cerca de infectados. Han hecho falta muchos sustos y algunos accidentes para que se dieran cuenta de que, por alguna razón, los perros huelen lo que reanima a los muertos. Si te muerden, por mucho que lo quieras disimular, los canes te identifican con gruñidos, ladridos y labios replegados sobre fieros dientes. Lo más difícil es que los centinelas no deben titubear si los perros dan la alarma. Hay que matar al afectado en el sitio, sin preguntas, sin paliativos. Eso se decidió en su momento y eso hay que hacer. Otra cosa es que los dedos no titubeen en los gatillos; que el sudor no perle las frentes; que el corazón no se acelere cuando puede que haya un amigo o un familiar delante. Por eso siempre tiene que haber varios centinelas, por si uno duda.

Pero Neo está tranquilo. No tanto Clara, que se adelanta y clava la mirada en ambos tras reparar en el pellejo muerto que carga Tomás en su montura.

―¿Dónde está mi padre? ―inquiere. Se teme lo peor.

―Tranquila ―dice Tomás, rascándose la nuca―, no le ha pasado nada. Decidió quedarse atrás con Carlo y Hosni. Volverán pronto.

Anton da la explicación por buena y avanza hacia la entrada de la barricada.

―¿Que se ha quedado? ¿Dónde? ―insiste Clara frunciendo el ceño, el gesto que más la asemeja a su padre.

―Carlo tuvo la idea de acercarse al centro comercial del barrio del Pilar. Cree que quizá puedan reunir provisiones o encontrar algo de utilidad ―explica el motero, acelerando el motor al ralentí.

―¿Y no se podía haber ido Carlo solo? Joder…

Estas son las cosas que frustran a Clara. Su padre siempre se ha mostrado exageradamente conservador respecto a su contacto con el exterior. De su boca salen más prohibiciones y noes que concesiones a su valía como mensajera, exploradora o cualquier cosa que aproveche su buena condición física. Y su palabra va a misa…, menos cuando se trata de aplicarse las normas a sí mismo. Clara nunca ha entendido eso de «haz lo que digo, no lo que hago», uno de los pocos defectos que consigue ver en su padre. Su madre siempre se lo echaba en cara, y en cuanto el recuerdo de ésta cruza la mente de la muchacha, su voz se quiebra.

―Ya sabes cómo es tu padre, Clara ―dice Tomás encogiéndose de hombros―. Pero no te preocupes, seguro que les pasará nada. Hasta allí todo estaba muy tranquilo y, de todos modos, Anton dice que, si no vuelven en doce horas, saldrá a buscarlos. Van tres de los mejores del barrio y están bien armados.

―¿Doce horas? ―La expresión de Clara se aleja cada vez más de la adolescencia para asumir el peso de una preocupación muy adulta―. ¡En doce horas pueden pasar muchas cosas!

Tomás cierra los ojos, aunando comprensión y paciencia.

―Clara, tu padre es mayor y toma sus propias decisiones. Todos corremos peligro y tenemos que asumirlo. Es la vida que nos toca vivir… ―Baja la cabeza, considerando que quizá sus palabras han sonado un poco áridas. Al fin y al cabo, Clara es una niña forzada a crecer demasiado rápido, como Rubio, como todos―. Mira, si en un par de horas no han vuelto, cojo a Anton y nos vamos los dos a buscarlos. ¿De acuerdo?

Clara piensa mientras mira a Tomás de hito en hito. El motero tiene esa extraña capacidad de amansar a las bestias con las palabras. Sus hombros se relajan, baja la cabeza y bufa. Se da la vuelta y vuelve a entrar por la barricada. Emilio sabe que la cosa no se quedará ahí y arranca para seguirla.

―¿Adónde vas, chica? ―pregunta yendo en pos de ella.

Neo es la sombra de Clara y ha de trotar para seguirle el paso.


―A hablar con Rosa ―responde sin darse la vuelta―. No pienso esperar dos horas…

7 comentarios:

  1. Me ha gustado aunque me ha parecido un poco más flojos que los anteriores. Imagino que supongo que es por ese calor y bloqueo que tuviste.

    Ahora me pregunto ¿irá un segundo grupo al centro comercial y si habrá guerra? ¿Les quitarán todas las armas y equipo y echarán/matarán al equipo de Carlo y compañía?

    Espero con ganas la continuación. ¿Tienes previsto seguir escribiendo durante el verano o nos vas a dejar con cliffhanger final de temporada 1?

    A esta frase le falta un no me parece "Pero no te preocupes, seguro que les pasará nada"

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    1. Te agradezco la sinceridad. Esta vez he tenido que forzar la máquina un poco más de lo habitual para seguir, pero es que si no no seguía. Lo tomo como un capítulo interludio en el que se abren nuevos caminos potenciales. Es uno de esos momentos narrativos desagradecidos en corto que, a la larga, quizá agradezca haber metido en su momento.

      Como siempre, muchas gracias por pasarte, isaías ;)

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    2. Ah, se me olvidaba, este verano no me llevo más tecnología que el móvil, y además no tengo ni WIFI, así que intentaré escribir algo antes a modo de Cliffhanger como Dios manda, pero, a malas, se quedaría así hasta entrado septiembre. Quizá sea para mejor. Es bueno alejarse un tiempo para retomarlo con ganas redobladas :)

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  2. Hoy he sacado media horita para leerlo. Me parece ameno y no me da la sensación de que baje la intensidad con respecto al resto. Lo que si hubiera hecho yo es haber terminado la entrada con la frase de Mónica, pero son gustos.

    Seguiré leyendo según salgan y saque tiempo.

    Un saludo.

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    1. En cuanto al final, creo que hemos pensado parecido, pero quería introducir un cambio de movimiento para mantener al día los escenarios :)

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  3. Perfecto! Me encanta lo de que el centro comercial es un faro para supervivientes perdidos.

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    1. Aun así, me parece más flojo que el resto. A ver si las vacaciones me resetean los motores. Gracias por pasarte Jose ;)

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