El economato. Los estantes de lo que antaño fuera el
supermercado de una conocida franquicia contienen el tesoro más valioso del
barrio. Todo está meticulosamente organizado: alimentos perecederos, envases y
latas, ropa y calzado, herramientas, medicamentos, botiquines, combustible,
agua potable embotellada, productos de limpieza, todo pormenorizadamente
catalogado y supervisado por la única persona capaz de mantener la cabeza lo
suficientemente fría entre tantas tentaciones. Todo dispuesto a lo largo de los pasillos inmersos en la penumbra salpicada por las ocasionales velas.
Rosa se apoya contra un congelador que ahora sirve como
cofre gigantesco para las chaquetas de invierno. Sostiene entre las manos una
taza de té humeante, indulgencia que se permite de vez en cuando. La teína
es de los pocos vicios que conserva de sus días de bibliotecaria de vieja
escuela; eso y su enorme capacidad organizativa y la autoridad natural que mana
de las personas que se han pasado media vida entre libros y estudiosos.
Contempla la mesa de trabajo por encima de la montura metálica de sus gafas.
Frente a ella, apoyado en uno de los estantes de herramientas, está Emilio, los
brazos cruzados. Viste con su perenne mono azul sobre el que luce un chaleco de
cazador con los bolsillos repletos. Se ha dejado la escopeta en la entrada. En
el economato nadie entra armado. Él también fija la vista en la mesa. Junto a
las chocolatinas industriales que estaba contando Rosa antes de colocarlas en
su correspondiente lugar, hay un pequeño galimatías negro salpicado de
interruptores, botones y diales.
—¿Y qué coño quieren que hagamos con una emisora de
radioaficionado? —pregunta Emilio con un gruñido, refiriéndose a la genial idea
de Marco y Hosni de traerse una reliquia de la civilización—. Me jode que
pierdan el tiempo con estas idioteces. Podrían haber aprovechado el espacio
para traer más cosas útiles de verdad.
Rosa no despega la mirada de la pequeña caja negra. Los
recolectores se la han traído con antena y micrófono y todo.
—No seas cazurro —le reprende como si fuese su abuela. En
realidad es como la abuela de todos—. Carlo cargó con ello. La carretilla iba
bastante llena. Nos han hecho ganar varios días al hambre y al frío. —Hace una
pausa—. Recuerdo que en la torres de Aránzazu había gente aficionada a estas
cosas. Son altas y las antenas recibían allí mejor que en ninguna parte.
—Pues qué bien…
—A saber por qué guardaba una anciana esto —musita Rosa—.
Aunque creo que la entiendo. Cuanto más viejos nos hacemos, más proclives somos
a guardar los trastos de nuestros hijos o nietos.
Emilio refunfuña.
—Por cierto —dice Rosa, alzando la mirada por primera vez en
varios minutos—, me han comentado que la carreta es para ir con sigilo, pero
mala si quieres correr con ella. Es inestable. Johan, dile a alguno de tus
chicos que le apañe unas ruedas laterales, o algo.
—Sí, para ponerle ruedas a una carreta estamos… —empieza a
decir Emilio, cuyo malhumor viene de serie.
—Claro, hombre —interrumpe una voz monótona desde las
sombras. Su acento es eslavo, se llama Johan, pero casi todos en el barrio lo
llaman Juan o Juanito, de toda la vida—. Lo complicado será encontrar más ruedas.
Ya sabes, tamaño y eso. Y habrá que soldarlas bien. No queremos que hagan más
ruido que un carro de compras. Andamos justos de material, la gente está
cansada de echarle horas y tenemos hambre… Sí, puede hacerse.
—A todas las carretas —matiza Rosa sin dejar de mirar a
Emilio. Ambos se quedan observándose por un instante.
El responsable de la seguridad del barrio va a decir algo,
pero se reprime. Sabe que en materia de recolección, Rosa tiene la voz
cantante. No le gusta que se metan en su terreno, así que procura no meterse en
el de los demás. De momento.
—Volviendo al tema —dice Emilio, señalando el aparato con un
dedo desdeñoso—, no sé qué coño quieren que hagamos con este chisme. A efectos
de nuestra maravillosa existencia, es como si les lloviese una Visa Oro a una
tribu de cavernícolas
Rosa sorbe de la taza, que acuna entre sus manos para
conservar el calor el mayor tiempo posible.
—Pues lo que se hace con una emisora: llamar.
Emilio arquea las cejas. Lo que acaba de oír es tan
elemental a pesar de las circunstancias que por un instante cree haber sido
objeto de una broma.
—Vale —asiente con cierta exageración—, muy bien. Mira que
no lo había pensado, oye. La enchufamos y ya está. Juanito puede encargarse, ¿verdad
Juanito? La hostia puta…
—Ese lenguaje, Emilio —chaquea Rosa su lengua.
Johan ríe entre dientes. Sabe que Rosa y Emilio son dos
pilares fundamentales del barrio y se merecen poder comportarse como críos de
vez en cuando. Chocan a menudo, pero eso demuestra que el corazón del barrio
sigue vivo. Eso desestresa. Pero Rosa tuerce un poco el labio. Es la única
pista de que está perdiendo la paciencia ante tanta reticencia.
—Estoy segura de que Johan podrá hacer alguno de sus
milagros con eso, pero se trata de dar esperanzas al barrio —dice la
bibliotecaria, marcando especialmente la palabra «esperanzas»—. Llevamos ya más tiempo
del que recuerdan mis canas sobreviviendo día a día, sin un aliciente más allá
del siguiente bocado o el siguiente amanecer. La gente necesita un poco de
horizonte, un poco de medio plazo en esta vida que nos toca. Muchos siguen
confiando en que sus familias aún viven en alguna parte. Es nuestra única
ventana al mundo.
Emilio sopesa lo dicho mientras Johan se centra en la
emisora. Su mente ya está trazando mil planes para generar la energía
suficiente para alimentar ese chisme.
—Bien —concede, colgándose las manos del cuello del
chaleco—. ¿Y si no funciona? ¿No crees que es peor una esperanza insatisfecha
que la feliz ignorancia que nos asiste ahora mismo?
—¿Qué quieres decir? —Ha conseguido suscitar la curiosidad
de Rosa. Traga más té y se le oye deglutir en toda la sala.
Emilio se adelanta y pasa la mano sobre la superficie
metálica de la emisora.
—Antes del fin del mundo, incluso antes de dedicarme a las
chapuzas como albañil, yo era legionario, lo sabes. He visto países que eran
como esto antes de que se desatara la plaga, sitios donde impera la ley del más
fuerte, donde escasean las cosas más básicas y unos quieren lo que tienen los
otros a cualquier precio. —Clava la mirada en Rosa y marca cada palabra
presionando con un dedo sobre la emisora—. En circunstancias así, la vida no
vale un pimiento; no se cotiza más que una lata de carne mohosa, y menos cuando
todo está lleno de pellejos con hambre de tus intestinos. Hasta ahora nos ha
ido razonablemente bien en nuestro pequeño oasis, a costa de no bajar la
guardia y dormir con un ojo abierto, de acuerdo. Te puedo asegurar que como
empecemos a clamar a los vientos que estamos aquí, tarde o temprano vendrá
alguien que quiera quedarse con esto, o peor: arrasarlo, saquearlo y seguir su
camino. Dormiremos con los dos ojos abiertos, en vez de uno, y mi gente tiene
un límite.
—Todos lo tenemos —dice Rosa antes de meditar por un
momento—. Bien. Estamos de acuerdo en una cosa: hasta ahora nos ha ido
razonablemente bien. Hemos conseguido un milagro difícilmente repetible:
construir un refugio viable en la periferia de una capital, una de las más
pobladas de Europa. Cualquiera en su sano juicio hubiese huido al campo, pero
nosotros nos quedamos y reaccionamos desde el primer minuto. ¿Y por qué? —Se
acerca a la mesa y deposita la taza junto a la pila de chocolatinas—. Porque
este barrio tiene un pasado, un acervo que nos ha ayudado en los momentos malos
y los peores: somos obreros que nos hemos sabido organizar y coordinar siempre,
implicándonos todos en los asuntos de todos. Parte de ese acervo pasa por dar
más cuando menos se tiene y recibir menos cuando más se necesita, y eso incluye
buscar supervivientes, ayudarlos y ayudarnos a nosotros mismos. Los dos sabemos
que esta situación no podrá durar para siempre… No podemos permanecer
encerrados indefinidamente. Tarde o temprano tendremos que abrirnos al mundo,
con todos los riesgos, y recompensas, que ello conlleve.
Emilio sabe tan bien como Rosa que cada vez será más difícil
recolectar bienes y alimentos sin alejarse cada vez más del barrio. Eso
implicará realizar expediciones a barrios limítrofes, adentrarse en polígonos
comerciales y tantear terrenos hasta el momento desconocidos. Trata de
convencerse de que una emisora puede ser un arma de dos filos, confiando en que
el que les es favorable caiga antes que el otro. Una oportunidad para encontrar
aliados o explorar el mundo más alejado sin tener que salir de casa. Sabe muy
bien que la información es tan valiosa como un trozo de carne. Asiente
lentamente, pero no bajará la guardia.
Desvía la mirada hacia Juan, que sigue absorto en el
aparato, y luego vuelve con Rosa. Da media vuelta y enfila el pasillo que da a
la salida. Chasquea los dedos y Neo,
su fiel pastor alemán, se levanta del rincón que había ocupado en la penumbra
para seguirlo hasta el frío exterior.
***
—¿Todo bien papá?
—Sí, bueno… —se encoge de hombros Emilio, cruzándose la
escopeta a la espalda—. Un día más en el paraíso.
Clara lleva una mochila con lo básico, incluida una barra
metálica que maneja con una soltura sorprendente. Antes llevaba el pelo recogido
en una coleta, pero cuando el agua es un bien que escasea, no te puedes
permitir cuidarlo como es debido. Ahora lo lleva como un chico, pero eso no
desdice su natural belleza morena.
Ambos se disponen a emprender la ronda del anochecer antes
de retirarse a su refugio, pero se detienen en seco a la vista de Rubén, que
viene corriendo a toda prisa, calle arriba, desde la barricada oeste. Cuando un mensajero
viene corriendo, todo el mundo se tensa. Es como una llamada telefónica en plena madrugada, una llamada inesperada a la puerta; heraldo de malas noticias. El hombre que vigila el depósito de
armas se echa la mano al bate de béisbol que cuelga de su cinto como una
espada.
—¡Emilio...! ¡Emilio! —resuella Rubén, un crío de diez años
que corre como el viento, al llegar a su altura—. Dice Tomás que vayas a la
azotea del metro. Dice que corras.
—¿Peligro? —le inquiere Emilio, como si hablase con otro
adulto.
—No, no. Pero dice que tienes que ver algo.
Emilio hace un gesto a su hija, que sale corriendo hacia la
azotea para dar acuse de recibo. Palmea cariñosamente la cara de Rubén, que se queda para recuperar fuerzas, y dirige
sus pasos hacia la calle del metro. Él no corre. No hay que cansarse más de lo
necesario. Nunca se sabe.
Emilio contempla los últimos rayos del sol que
se desmorona entre nubes negras en el oeste, en una pátina de grises y anaranjados en extraña convivencia. El horizonte está presidido por el
gran complejo del hospital universitario y, más allá, las torres del parque
empresarial. Desde allí, Emilio no ve el motivo de tan precipitado aviso. Entra en el edificio reforzado y asciende por las escaleras. Nada más salir por el acceso de la azotea, dice:
—Dime cosas, Tomás.
Tomás es un tipo espigado entrado en años, pero asistido por
una vista y una vitalidad impecables. Es de los que han hecho deporte toda la vida y no sabe lo
que es un cigarrillo. Los tatuajes de sus brazos fibrosos cuentan historias antiguas, quién sabe si caducas. La coleta blanca que adorna su cráneo calvo habla de viejo rockero. Su
postura agazapada al borde de la azotea hablan de un superviviente. Como Clara.
Como Emilio.
Tomás no le mira. Se limita a apuntar con dedo huesudo a la
torre del hospital universitario y dice:
—Observa la torre. Sexta planta, tercera ventana por la
derecha.
A Emilio no le hace falta sacar los prismáticos del chaleco.
Al cabo de varios minutos de paciente observación, un fugaz resplandor tiñe la
ventana. Allí hay alguien. Emilio contiene la respiración sin darse cuenta, como si temiese apagar una vez con el aliento. El
resplandor se apaga. Emilio corre a agazaparse en el parapeto de la azotea, junto a Tomás. Es un acto reflejo adquirido con la experiencia.
—Diría que es una linterna. Demasiado intenso para ser una
vela; demasiado esquivo para ser una luz de techo —aventura Tomás—. Tenemos vecinos... —No parece preocupado, pero tampoco se relaja.
La luz resalta en el edificio muerto como un relámpago en un limpio cielo nocturno. Emilio, Tomás y Clara guardan silencio. No se deciden entre la expectación, la esperanza y el temor. De repente, Emilio piensa que la emisora recuperada es el último de sus
problemas. No hace falta para que el mundo de fuera se les venga poco a poco encima, vivo o revivido. Siempre se preguntó cómo reaccionaría ante una señal de vida como ésa. Siempre quiso convencerse de que le inundaría una sensación de esperanza, pero ahora la tiene ahí mismo, al otro lado del
río de coches abandonados, cañada de ocasionales manadas de pellejos, motivo de muchos desvelos, y no lo tiene tan claro.
El destello desaparece y regresa aleatoriamente, sin un patrón que lo defina. Entonces,
Emilio cree ver una silueta en la ventana.
Está bien, entretenido. Aunque hay momentos en los que para haber estado viviendo dios sabe el tiempo en un barrio muerto se han llevado una buena cantidad de diccionarios con ellos XD
ResponderEliminarA ver cómo avanza :)
Mientras te parezca entretenido, me quedo tranquilo :p
EliminarBuenas.
ResponderEliminarPregunta, o sugerencia. ¿Podrías no poner el número de palabras? O, al menos, ¿no ponerlo al principio?
Es que accedo para leer el texto, y es algo que saca completamente de contexto...
Por cierto, muy chulo.
Someteré tu propuesta al consejo de sabios :p
EliminarMuchas gracias ;)
Buenas, acabo de llegar desde el Opinometro y ya estoy enganchado ;D
ResponderEliminarTengo algunas dudas. ¿Cuanto tiempo ha pasado desde el Apocalipsis? Es que a veces parece que han pasado años y a veces pocos meses. ¿En que parte de Madrid está el barrio? ¿Como es posible que la anciana de la silla de ruedas se infectara en una casa cerrada sin que quedase su agresor encerrado al mismo tiempo?
Gracias por los relatos, me lo estoy pasando como un enano leyéndolos ;D
Hola, Haderak, gracias por pasar y comentar :)
EliminarEl marco temporal se enmarca en ese espacio intermedio entre los meses y el (los) año(s), cuando aún queda memoria del mundo antes del colapso, así como víveres y material que saquear. No quiero ser muy puntilloso al respecto, porque lo que busco con estos relatos es suscitar sensaciones más que una exactitud por sí misma.
En cuando a la anciana, pues ahí está la incógnita. Lo bueno del género zombi es que muchas veces no requiere que haya un agresor para infectarse, sino que basta con morir para "contraer" el mal. Mira por ejemplo The Walking Dead o El amanecer de los muertos.
Con todo, me alegro mucho que te lo estés pasando tan bien, porque ésa es la intención desde el principio. Confío en seguir leyéndote por aquí ^^
Un abrazo.
Se me olvidó responderte a lo del barrio. Es un barrio semificticio; o sea, que me he inspirado en un barrio del norte de Madrid, entre los hospitales de La Paz y el Ramón y Cajal, donde viví muchos años. Su disposición semiaislada me inspiró la idea de estos relatos. Siempre es más fácil escribir con medio pie en la realidad :)
EliminarAhora mismo mi principal duda es de cuanta gente se compone la comunidad de supervivientes... la veintena? quizás algo más al estar tan organizados...
ResponderEliminarYo tengo la misma duda, pero espero ir despejándola en los próximos días :p
EliminarBuenas...
ResponderEliminarYa vemos a unos cuantos mas, y un poco más de la organización. Los vigilantes y seguridad ya se habían dejado caer desde el principio y el economato se nombró en la anterior entrada (creo). Una tercera parte importante es el nuevo "pony spress", los críos mensajeros.
Después una de las descripciones que me ha chocado y gustado es la de Tomás... mezcla curiosa de look y filosofía de vida.
Interesante...
Sí. Una de las razones por las que el barrio ha sobrevivido es la organización. Hay y habrá roces, como es normal, pero de momento la comunidad se ha organizado de forma bastante eficiente. A ver lo que dura :)
EliminarTomás es un recurso de última hora, pero me ha gustado. Creo que tendrá más papel en el futuro.
Por fin encuentro un rato para comentar tranquilamente.
ResponderEliminarComo esta siendo costumbre me a gustado el capítulo. El barrio no decepciona y psrece que los mienbros de esta comunidad van a molar bastante. Especial mención a esa bibliotecaria post apocalíptica. Me gusta mucho que por una vez la autoridad no derive de ser militar o policía.
Y también me a gustado el momento " miedo a lo desconocido" con los personajes mirando la radio y preguntándose si usarla o no. Es curioso como frente a una catástrofe, todos sabemos que si la gente es solidaria, si te preocupas por los demás es mucho más fácil sobrevivir y al mismo tiempo sabemos que no todo el mundo es así.
Es una cosa que me a gustado desde el principio, escapar del estereotipo del héroe solitario y aundar más en la idea de grupo de supervivientes o comunidad mejor dicho. Historiss de tíos y tías solos frente a la plaga ya hay muchad, esto es mucho más interesante.
Seguiremos atentos a ver que demonios hay al otro lado de la autopista.
Pues sí, Herbon, lo fácil es tirar de lobos solitarios contra el mundo. Como dije, mi intención es tirar de los clichés e intentar volverlos del revés siempre que sea posible. Me he autoimpuesto gestionar varios personajes con sus peculiaridades como ejercicio de cara a futuros proyectos. En todo esto ayuda el hecho de que la historia transcurra en España, donde es mucho más complicado acceder a armamento militar y la sociedad está mucho menos militarizada que en EEUU. Intento en todo momento ser empático e imaginar lo que sentiría yo mismo en esas circunstancias, y no sé si me gustaría saber qué hay al otro lado de las barricadas ;)
EliminarMuchas gracias por comentar, como siempre.
Me sigue gustando la historia.
ResponderEliminarMe ha dejado muy satisfecho la conversación entre Emilio y Rosa, así como el conocer más detalles de la organización del barrio.
Estoy deseando leer el siguiente capítulo que ya he visto que has publicado hoy mismo. Espero poder leerlo esta misma tarde
Buenas Isaías! Me alegro de que te siga gustando la historia, en serio. Mi intención es ir enseñando poco a poco los entresijos del barrio e ir abriéndolo sin prisas al mundo, que tarde o temprano tendrán que explorar más allá de lo inmediato. Espero que te guste el siguiente capítulo también, aunque cambio un poco de tercio. Ya me dirás ;)
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